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editorial

El éxito y el mandato de la JMJ

Millones de jóvenes exhibiendo su fe lanzan un mensaje de esperanza al mundo frente a quienes buscan negar al propio ser humano.

Pocos acontecimientos en el mundo, por no decir ninguno, mueve a tantos millones de personas a la vez como la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), celebrada desde 1986 en una ciudad elegida por el Papa que, en esta ocasión, ha sido Lisboa como antes lo fueron Santiago de Compostela en 1989 y Madrid en 2011, citas que dejaron un recuerdo imborrable.

Solo unos Juegos Olímpicos, tal vez, consiguen concitar tanta atención, en términos cuantitativos. Pero ninguno a efectos cualitativos, humanos y espirituales: millones de jóvenes se juntan en un mismo espacio para celebrar su fe, reunirse con su Papa, reforzar el proyecto de la Iglesia y expandir su mensaje, sustentado en los derechos del ser humano, la vocación de ayuda al necesitado, la superación de las injusticias y la trascendencia de Dios como amalgama de todo ello.

Que chavales de todo el mundo se reúnan en polideportivos, bibliotecas, albergues y todo de instalaciones habilitadas para una peregrinación masiva es maravilloso. Y que lo hagan para hablar de la bondad, trabajar por ella y darle al conjunto un sentido cívico y espiritual es conmovedor.

Y lo es especialmente en unos tiempos de relativismo donde todo se discute, incluso la esencia del hombre, y todo se subasta, como si fuera negociable la propia vida.

En ese sentido, el clamor del Papa Francisco contra la eutanasia, nada más llegar a Portugal, resume la disposición de la Iglesia a defender lo más importante, frente a modas negacionistas que tratan de presentar el abandono más miserable del indefenso como un inexistente acto de auxilio hacia él.

La JMJ rompe esa idea absurda de que las creencias son caducas o envejecen mal y actualizan el compromiso de las nuevas generaciones con sus propias raíces, que son también las de Europa, tantas veces negadas por quienes confunden modernidad y nihilismo y abocan al ser humano a la desprotección, la soledad y la degradación.

Que los jóvenes asuman una alternativa a tanto mensaje deplorable contra la propia sociedad y se muestren dispuestos a difundirla ante el mundo, sin importarles la réplica intolerante que tan a menudo reciben los creyentes, es esperanzador.

Porque la Iglesia no es solo una institución, que también. Es ante todo la manifestación colectiva de una necesidad intrínseca al ser humano, y por ello es repudiada y perseguida por aquellos que intentan hacerse con el monopolio del poder, para construir conciencias seguidistas a su imagen y semejanza.

La Jornada Mundial de la Juventud, en fin, ha enviado a lo largo de toda la semana pasada un mensaje de esperanza, de fe en Dios y de apuesta por el ser humano, tan a menudo amenazado por quienes más tratan de arrogarse, en vano, el monopolio de su futuro.