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Editorial

Amnistía e impunidad

No solo los separatistas catalanes han practicado con éxito el juego de prestar votos a cambio de mercedes: la Bildu del terrorista Arnaldo Otegui contempla con fervor cómo sus encarcelados socios son devueltos a las ergástulas del País Vasco, donde la competencia carcelaria ha sido cedida al gobierno local

Todos los separatistas que en el mundo han sido, y en España tenemos unos cuantos, querrían alcanzar un nivel de parusía en el que, tras sus fracasos para romper marcos de integridad nacional y libertad ciudadana, pudieran encontrar caminos para que sus fechorías fueran olvidadas. No cuentan con una mayoría parlamentaria para ello, pero han aprendido que el sistema electoral proporcional que nos legó el belga D´Hondt les concede unos márgenes de maniobra que, en ciertas condiciones, y en la práctica, les conceden el privilegio de imponer a los que eventualmente pueden dirigir el Gobierno unas exigencias que satisfagan sus intereses. Siempre, naturalmente, que el candidato a dirigir la gobernanza del pais esté dispuesto a satisfacer el precio correspondiente. El trueque es muy sencillo y evidente: o me pagas o te vas a casa. Y hasta la próxima. Nuevas elecciones incluidas.

El presidente en funciones, Pedro Sánchez, tiene ya asumida, incluso con gesto complaciente, la compraventa. No en vano, en su momento, el delito de sedición que dio con los huesos en la cárcel de todos aquellos, separatistas catalanes por mas señas, que en 2017 organizaron un golpe de Estado para acabar con España y su Constitución, ha desaparecido del Código Penal. De manera que sus inspiradores y autores no pasan de ser ahora unos modestos culpables de «desobediencia», que como se puede imaginar tiene unos márgenes de castigo notablemente más benévolos que los aplicados a los «sediciosos». En realidad, no solo los separatistas catalanes han practicado con éxito el juego de prestar votos a cambio de mercedes: la Bildu del terrorista Arnaldo Otegui contempla con fervor cómo sus encarcelados socios son devueltos a las ergástulas del País Vasco, donde la competencia carcelaria ha sido cedida al gobierno local. Y el PNV se presta con fervor a la tarea sabiendo que Sánchez y su séquito se inclinará con gusto a donarles cuantas prerrogativas los de Sabino Arana exijan.

Pero es ahora, tras los resultados de las elecciones del 23J y las correspondientes incertidumbres numéricas para que Sánchez alcance a formar y presidir un gobierno Frankenstein II, cuando los términos del cambalache alcanzan niveles insólitos y sean los unos o los otros, ERC o los seguidores del prófugo Puigdemont, exponen sin vergüenza sus demandas de máximos: la amnistía para los condenados, convocatoria de un referéndum sobre la independencia y reintegro a las arcas de la Generalidad de la región la cuantiosa cifra de ochenta mil millones de euros, fruto del carácter manirroto que ha caracterizado y sigue caracterizando la gestión administrativa y económica del territorio.

La posible concesión de la amnistía centra el insólito debate, que convoca a políticos y a juristas en la previsión de sus consecuencias: la amnistía no solo borra las consecuencias penales de los actos delictivos, sino que, además, limpia la ejecutoria de sus actores, como si el hecho nunca hubiera tenido lugar. Y al parecer lo que importa es averiguar si ello está o no autorizado por la Constitución. Olvidando lo fundamental: comprobar si en la vida política española existen partidos dispuestos a condonar acciones criminales pensadas y ejecutadas para acabar con la misma Constitución de una España «patria común e indivisible de todos los españoles». Acciones criminales de las que los actores no solo no han mostrado ningún signo de arrepentimiento, sino que, por el contrario, repiten con insistencia, están dispuestos a intentar de nuevo: «lo haremos otra vez», dicen, en su dialecto.

Fueron la totalidad de las fuerzas políticas españolas las que en 1977 adoptaron una ley de amnistía que, en un acto de profunda reconciliación, establecía un borrón y cuenta y nueva para los duros años que comenzaron en 1936 con una guerra civil y acabaron en 1975 con cuarenta años de dictadura. No cabe establecer ninguna comparación viable o comprensible entre aquella y esta otra que los separatistas quieren obtener. Y fue en 1981, el 23 de febrero, cuando el Congreso de los Diputados sufrió el ataque de un grupo golpista empeñado en retornar a los años de la autocracia. Sus autores, los que utilizaron la violencia y los que imaginaron los procedimientos, fueron sometidos a la justicia, condenados y enviados a la cárcel. Entre ellos su principal diseñador, Alfonso Armada, que solo tras años de encierro obtuvo una relativa provisionalidad en su condena. Ninguno de ellos nunca amnistiado.

Si los separatistas de hoy obtuvieran la amnistía nos encontraríamos con una situación insólita: Armada nunca hubiera sido condenado. Entre otras razones porque una vez borrado el delito de sedición no habría existido caso para la acción de la justicia. Y si bien se considera la situación actual, la amnistía no sería otra cosa que una invitación para repetir la hazaña. Tanto más si, como dicen y repiten, quieren volver a hacerlo.

El recuento de los escaños necesarios para obtener el éxito en la investidura presidencial fuerza a diálogos y componendas a las que los partidos tenidos por constitucionalistas se ven naturalmente inclinados. La trayectoria del PSOE sanchista resulta al respecto mas que sospechosa, cuando anuncia que el dialogo sobre la amnistía tendrá lugar «en el marco de la Constitución». Como si ello fuera posible. El PP de Feijoo parece tropezar con las sensibilidades de su versión catalana, por demás lógicas, ante la posibilidad de un contacto con el partido del prófugo Puigdemont. Sería imprescindible que unos y otros tuvieran en cuenta lo evidente: la concesión de una amnistía para los golpistas catalanistas equivaldría a una inaceptable invitación para que repitieran sus criminales hazanas. Y España, hoy más que nunca desde que el dictador muriera en 1975, no está para bromas.