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editorial

Una subasta territorial infame

Sánchez no tendría que plantearse siquiera aspirar a la Presidencia si la única manera de lograrla es aceptando el chantaje separatista

La debilidad parlamentaria de Pedro Sánchez, visible desde su llegada al poder en 2018, y su rechazo insólito a entenderse con el otro gran partido nacional, ha colocado a España en una situación inaceptable de sometimiento a las presiones y exigencias de las minorías nacionalistas.

Solo las necesidades personalísimas del líder socialista, derrotado en las urnas aunque no con la diferencia suficiente para arrinconarle, explican la obscena subasta anticonstitucional que sus potenciales aliados han abierto, con la displicencia del aspirante a repetir en el cargo, algo que nunca podría lograr si no es dejándose intervenir por esas fuerzas y sometiéndose a ellas.

Esto lo sabían ERC, Bildu y el PNV desde la pasada legislatura, cuando intercambiaron su respaldo innecesario por una larga lista de concesiones impropias de un Gobierno digno: desde las prebendas fiscales y económicas hasta la adoptación del Código Penal a los intereses de los delincuentes, la reescritura del horror terrorista o la bilateralidad en las relaciones, necesariamente subordinadas, de una comunidad autónoma al Estado al que pertenece.

Si a esa pinza separatista, potenciada por el socio populista del PSOE, se le incorpora ahora el chantaje político de un prófugo de la justicia, Carles Puigdemont, el resultado no puede ser más desastroso para España: todos buscan romper sus costuras constitucionales y se ven con fuerza para lograrlo, por la sumisión desesperada de un dirigente insolvente que pretende convertir una burda extorsión en un «bloque de progreso» inexistente.

Cuando todas esas formaciones, minoritarias en el conjunto de España, coinciden en vincular la investidura de Sánchez al avance sin precedentes de su hoja soberanista; ningún candidato a presidir el Gobierno de su país debería alimentarlo.

Si la única forma de lograr un objetivo político es degradar el país al que se gobierna, se ha de renunciar, con la certeza de que la posibilidad aritmética de conformar mayorías parlamentarias no procede del deseo de varios de modelar un proyecto común, sino del deseo feroz de acabar con el ya existente.

Sánchez no puede coquetear siquiera con la idea de un referéndum de independencia, con ése u otro nombre y con consecuencias formales o simbólicas, y el mero hecho de que lo haga ya le invalida para el cargo. Y mucho más cuando acaba de despreciar, con infinita soberbia, la mano tendida por el PP para librar a España de una agenda nacionalista simplemente agotadora, injusta e ilegal.

Por la historia democrática reciente ya se ha escrito con el firme deseo integrador, agotando esfuerzos para que las diferencias no se antepongan a las diferencias y formen parte de lo que son: un indicio de la riqueza y abolengo de una Nación con siglos de existencia; y no un indicio de la convivencia a la fuerza de distintas nacionalidades denigradas.

Ni todos los eufemismos que quieran utilizar Sánchez y sus altavoces puede esconder la evidencia de que está intentando mantenerse en la Presidencia comerciando con un patrimonio ajeno tan preciado e innegociable como su país. Y si por negarse a ello, que es lo esperable en un dirigente cabal, debe perder el Gobierno y acudir de nuevo a las urnas, es intolerable que no lo asuma y fuerce una maquinaria tan inquietante para el futuro de España.