Sánchez no puede seguir humillando a España
Es inaceptable que su ambición amenace un proyecto democrático y constitucional asaltado por una minoría sin límites.
La absurda imposición de la traducción simultánea al español de las intervenciones en vascuence, gallego o catalán de los diputados independentistas define el grado de sometimiento al que está dispuesto a llegar Sánchez y, a la vez, la imposibilidad de incluir a determinados partidos minoritarios en un proyecto nacional común.
Porque no se trata de cuidar y respetar a tres lenguas apreciables y ya reconocidas, sino de arrinconar al español, como ya ocurre en Cataluña y el País Vasco con sus excluyentes proyectos educativos. Y con ello, de debilitar la propia idea de España.
Que Sánchez haya admitido una imposición así, estirando las normas vigentes con la complicidad de la presidenta del Congreso y a pesar de los dictámenes en contra de los letrados de la Cámara; lo dice todo de su posición en las negociaciones para su propia investidura.
Porque de un presidente digno cabría esperar que ayudara a cumplir las resoluciones judiciales sobre el uso del español en la enseñanza pública de las comunidades donde literalmente se persigue; y no el proceso contrario: admitir el arrinconamiento del idioma de todos en la sede de la soberanía nacional y, además, ayudar a que se intente lo mismo en las instituciones europeas.
Calificar de negociación un burdo chantaje es tan absurdo como tildar de «mayoría social» a la amalgama artificial de partidos que Sánchez intenta juntar, unidos al aspirante socialista por una única razón: su convicción de que, a cambio de ese respaldo efímero e interesado, lograrán objetivos inconstitucionales que un Estado fuerte jamás toleraría.
La sensación de que asistimos en directo a una extorsión a plazos resulta ya insoportable, por mucho que el formidable aparato mediático al servicio del Gobierno intente naturalizar una anomalía democrática sangrante: nada menos que subastar el proyecto constitucional de España, sustentado en la igualdad entre ciudadanos y la cohesión nacional, a cambio de retener el poder por razones ajenas al interés común.
No conviene hacerse trampas al respecto de las intenciones de Sánchez, ni tampoco de sus supuestos aliados: sus conversaciones se centran en lograr una infame amnistía que preludie un inaceptable referéndum, y la implantación de pinganillos en la Cámara Baja es el prólogo de ese proceso de sumisión aceptado por un candidato perdedor de dudosas convicciones democráticas.
Sánchez debería renunciar a intentar siquiera su investidura en esas condiciones, permitiendo una investidura constitucional del vencedor en las urnas o, si ello no es posible por su proverbial miopía política, asumir la repetición electoral como mal menor.
Porque no se puede naturalizar el despropósito que supone ver a un presidente en funciones acatando las instrucciones de un exterrorista, un sedicioso y un prófugo que, no satisfechos con los indultos legales y políticos ya concedidos, buscan sin pudor alguno la victoria de sus postulados, a costa de la integridad de un país que tiene, como peor amenaza, la insólita disposición de un líder nacional a asumir lo que sea necesario para conservar un cargo que deshonra.