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Editorial

Licencien a los taquígrafos

Para Santiago Abascal el acuerdo al que ha llegado el PSOE con una serie de partidos para conseguir la investidura de Pedro Sánchez es un golpe de Estado. Puede serlo, o puede no serlo, pero en un estado democrático nada puede impedir que su opinión pueda manifestarse libremente, y mucho menos que pueda manifestarse en el hemiciclo de las Cortes. En la Segunda República, cuyas libérrimas leyes de prensa siempre se vieron incumplidas por la concatenación de sucesivos estados de excepción, la prensa optó muchas veces por publicar páginas en blanco para señalar que no podía decir lo que quería, aunque incluso esto se le prohibió, y se vio obligada a cubrir los huecos que delataban la férrea censura existente. Había algo que, sin embargo, no se podía censurar: las intervenciones de los diputados en las Cortes. Dijeran lo que dijeran los periódicos podían reproducirlas en su integridad. Esta era la auténtica importancia de las intervenciones en que Calvo Sotelo y Gil Robles denunciaban las alteraciones del orden público que se sucedieron en España desde el triunfo del Frente Popular. El Gobierno, que podía impedir que los periódicos diesen cuenta de las mismas, no podía, sin embargo, evitar que fuesen conocidas gracias a los discursos de los jefes de la CEDA y el Bloque Nacional.

En unas Cortes donde varias veces se profirieron amenazas de muerte contra los líderes de las derechas la censura solía consistir en sustituirlas por una expresión que se ve repetida con frecuencia en los Diarios de Sesiones de la época: «señores diputados pronuncias palabras que no se entienden.» Ahora bien, solo nos consta que en una ocasión el presidente de las Cortes, Martínez Barrio, dijera a un diputado que sus palabras no constarían en el Diario de Sesiones. Ocurrió el 1 de julio de 1936, cuando el diputado socialista Ángel Galarza dijo, refiriéndose a Calvo Sotelo: «Pensando en S.S. encuentro justificado todo, incluso el atentado que le prive de la vida». Galarza aceptó la corrección, pero no sin manifestar que «estas palabras, que en el Diario de Sesiones no figurarán, el país las conocerá, y nos dirá a todos si es legítima o no la violencia». Doce días más tarde José Calvo Sotelo era asesinado por militantes del Partido Socialista Obrero Español que para cometer su crimen contaron con la protección de las fuerzas de seguridad del Estado. Hace unos meses el actual gobierno socialista suprimió el título de Duque de Calvo Sotelo creado en época de Franco para honrar su memoria.

No era por tanto una discutible opinión personal lo que se censuraba, sino una amenaza de muerte proferida contra un diputado, y que dejaba al que la había proferido y al parlamento en que se hubiera consentido al nivel del betún. Cierto es que Galarza, recientemente readmitido en el PSOE a título póstumo, mejoró su afirmación cuando semanas después del asesinato de su amenazado declaró a un periódico extranjero: «A mí el asesinato de Calvo Sotelo me produjo un sentimiento, el sentimiento de no haber participado en su ejecución».

Parece pues absurdo que la presidenta del Congreso decida suprimir la opinión de Abascal según la cual se está produciendo un golpe de Estado, opinión que, acertada o no, podría sostener libremente cualquier español en cualquier foro, y que sin embargo resulta que no puede exponer un diputado en el seno del parlamento. Y no puede exponerla porque así lo ha pedido el grupo parlamentario socialista, que lo solicitó por boca de un indignado Patxi López, al que por aquello del beneficio de la duda supondremos ignorante, lo que es siempre mejor que mentiroso. Para el diputado por Vizcaya, que parecía tan indignado como si estuviera recordando a sus ahora aliados de Bildu a sus compañeros de partido asesinados por ETA, la afirmación era inadmisible «porque los socialistas siempre hemos denunciado y combatido todas las dictaduras y a los dictadores, todos los golpes y a todos los golpistas.»

Como cualquier mediano conocedor de la Historia de España sabe el PSOE protagonizó en octubre de 1934 un cruento alzamiento, dirigido por Largo Caballero e Indalecio Prieto (este último al menos se arrepintió con el paso del tiempo), contra el gobierno legítimo de la Segunda República. Algo que un diputado socialista vasco debería conocer bien, aunque solo fuera porque en dicha región fue donde sus correligionarios asesinaron al diputado carlista Marcelino Oreja. Los socialistas de la Segunda República amenazaron de muerte en el parlamento a sus adversarios políticos, pero no se atrevieron a censurar sus discursos. Tal atentado contra la libertad de expresión, y contra el derecho de las generaciones futuras a conocer la historia a través de la consulta del Diario de Sesiones, estaba reservado a la actual presidenta de las Cortes, Francina Armengol. Y su amenaza dictatorial, después cumplida, de censurar las palabras de Abascal, hace que la respuesta acusatoria de éste tenga mucha más fuerza de la que en otro caso pudiera tener: «No tengo ninguna duda de que usted lo retirará del Diario de Sesiones por orden de la mayoría socialista demostrando que efectivamente nuestra denuncia es una realidad, que ya ni los diputados tienen libertad de expresión en la tribuna de oradores del Congreso».

Si el Diario de Sesiones tan solo va a servir para recoger lo que quiera la mayoría de las Cortes licencien a los taquígrafos.