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Editorial

Un presidente rehén del independentismo

Sánchez ostenta un cargo que no merece, pues para lograrlo pone en peligro la convivencia, la reconciliación y la Constitución

Pedro Sánchez ha logrado mantener la Presidencia a costa de demoler, como nadie desde 1978, los cimientos constitucionales, sociales y políticos que facilitaron la reconciliación y la convivencia como valores esenciales de la democracia española.

Su apuesta por resucitar la tristísima idea de las dos Españas, enfrentadas e irreconciliables, para camuflar con una lucha contra la ultraderecha inexistente su sumisión al único peligro real que nos acecha, el separatismo más atroz de Europa; quiebra de facto el espíritu de la Transición, ataca a buena parte de la sociedad española y le condena a prolongar ese enfrentamiento hasta hacerlo peligroso e irrespirable.

Todo es una negligente cortina de humo para intentar ocultar el fraude político que ha perpetrado, intercambiando un cargo que no ganó en las urnas por la impunidad de quienes desafían a la Constitución y, además, por el aval a sus objetivos ilegales.

Porque Sánchez no ha articulado una mayoría parlamentaria sobre la base de pactar un programa de consenso sustentado en el respeto a la Constitución, sino sobre la premisa de ayudar a sus detractores a devaluarla, tensionando hasta la ruptura el Estado de derecho, agrediendo a la separación de poderes y alimentando un conflicto social al señalar a los constitucionalistas como insurgentes y aceptar a los insurgentes como aliados.

Si la manera de llegar al poder de Sánchez es espuria e indigna de su función, la de conservarlo va a ser necesariamente terrible. Porque va a ser esclavo del chantaje aceptado a sus extorsionadores, que lo han dejado claro en la propia sesión de investidura; y porque para maquillar esa inaudita sumisión va a tener que incrementar sus coacciones, de toda laya, a la España que no se rinde y mantiene su compromiso constitucional.

Sánchez no ha sellado un programa de Gobierno discutible pero respetable, sino un desafío de consecuencias superlativas a la España construida entre todos, sin distinción de ideologías y en un esfuerzo comunal impecable, para garantizar un largo periodo de prosperidad democrática.

La criminalización de los manifestantes pacíficos, la deshumanización del adversario político y el hostigamiento de toda disidencia institucional y constitucional conforman un discurso político antisistema ante el que Europa, y los restos del Estado de derecho, no pueden permanecer impasibles.

Porque nada bueno se puede construir sobre la premisa de atender primero las exigencias de los paladines de la ruptura, la anulación de los contrapoderes constitucionales y la polarización extrema, que convierten en objetivo a derribar todos los fundamentos de una democracia auténtica.

No hay que menospreciar la magnitud del proyecto autoritario de Sánchez, ni tampoco la asfixia económica, social, fiscal y política que va a pagar la insoportable factura que España asume por el capricho, la codicia y la desesperación de un presidente resumido en una triste imagen: mientras persigue a ciudadanos pacíficos en el desarrollo de sus libertades públicas, amnistía a delincuentes y terroristas y los convierte en tutores del futuro de un país que no se merece un Gobierno de esta calaña.