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Editorial

Nos faltaba Putin

¿Qué es lo que pretende obtener en la arena internacional? Y es que la colección es notable: el sultán marroquí, Maduro, Puebla, Hamas, hutíes, Putin... Quizás con la esperanza de añadir al bloque el respetado líder de Corea del Norte, Kim Jong-un

Primero fueron las genuflexiones ante el Rey de Marruecos, que, sin saber cómo, por qué o a cambio de qué, consiguió de Sánchez que cambiara la postura española ante el Sahara Occidental, tradicionalmente basada en un estricto respeto a las normas de Derecho Internacional tal como vienen recogidas en la Carta de las Naciones Unidas. Aprovechando el mismo enredo, Sánchez condenó al ostracismo al diplomático que hoy está a punto de ser el jefe de la Casa del Rey, al que castigó por haber seguido las órdenes que el mismo Sánchez había dado para cuidar en tierra española al enfermo jefe del Polisario saharaui. Claro que la reprimenda también alcanzó a la entonces ministra de Asuntos Exteriores, cesada fulminantemente como consecuencia del enfado de Mohamed V y de la necesidad en que se encontró el presidente del Gobierno español de cuidar los malos humores del mandamás magrebí. Que, entre tanto, había conseguido que Argelia congelara sus relaciones diplomáticas con España y redujera al máximo el nivel de sus exportaciones energéticas hacia la Península.

Luego, y siempre, ha venido Maduro, de la mano amorosa de Zapatero para que Sánchez le hiciera caso, para que España no le sancionara demasiado y para que la diplomacia española que dirige José Manuel Albares ofreciera la máxima consideración a los círculos progresistas y autoritarios del grupo de Puebla y afines. A los que tanto cariño prestan los de Sumar y Podemos, y otros seguidores del comunismo soviético, en estricta hermandad, eso sí, con las líneas que en el terreno marcan Sánchez y sus acólitos.

Claro que Sánchez presumió todo lo que pudo con la reunión plenaria de la OTAN que tuvo lugar en Madrid en junio del 22, originariamente convocada por Rajoy cuando todavía habitaba en la Moncloa, precisamente para hacerla coincidir con el 40 aniversario de la entrada de España en la Alianza. En realidad, no fue mala casualidad que así fuera: era la manera de olvidar que hace cuarenta años otro socialista en la Moncloa, Felipe González, hizo todo lo posible y parte de lo imposible para que esa entrada nunca tuviera lugar. Claro que de «OTAN de entrada NO» a «OTAN en el interés de España» ya iba encerrada una sabrosa lección para el vigente sanchismo: «No había sido una mentira sino una rectificación». Por lo menos el Gobierno español acepta lo que en otro lugar y momento hubiera sido difícil: que el paupérrimo 0,9 por ciento del porcentaje que la defensa percibía del presupuesto nacional entonces llegara a alcanzar el 2 por ciento que la Alianza recomienda. Hoy ya se nos anuncia que, en 2024, si Yolanda Díaz lo permite y Margarita Robles no mira para otro lado, el porcentaje llegará al 1,3 por ciento. Algo es algo. Y, además, cosa notable, Biden mostró su disposición a compartir conversación con Sánchez. Cosa que pocos meses antes, en una previa reunión otánica, se había mostrado imposible.

Pero las aguas han vuelto recientemente a su cauce habitual. Tras el ataque terrorista de Hamas contra Israel el 7 de octubre, y en una visita a Jerusalén, Sánchez regañó pública y privadamente al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, por haber osado defender la integridad de su país contra el ataque de los terroristas habituales. El premio fue rápido y evidente: Hamas agradeció calurosamente a Sánchez la solidaridad con el grupo que, como es bien sabido, es parte importante de los esfuerzos iraníes para acabar con la existencia de la patria judía. La consecuencia inmediata no se hizo esperar. La embajadora israelí en Madrid fue «llamada a consultas» y ausente de la capital española durante un cierto tiempo, en clara señal del disgusto generado en medios israelíes por las manifestaciones del presidente del Gobierno español.

Y cuando la crisis de Gaza se extendió al Mar Rojo y al Estrecho de Ormuz como consecuencia de los ataques de los rebeldes hutíes, también compadres del Irán de los ayatolás, contra los navíos occidentales que se encontraran en la zona, y tanto los Estado Unidos como Estados miembros de la UE decidieron formar una alianza marítima circunstancial para defender los intereses occidentales contra los ataques de las mafias islamistas, el Gobierno de Sánchez, a través de la ministra de Defensa, Margarita Robles, anunció que no era la intención de España la de participar en tal actividad, que estuvo a punto de bloquear en Bruselas con un voto negativo. Lo cual supuso para Sánchez cosechar un similar aplauso: el que le dirigieron los jefes del terrorismo hutí por la negativa española a importunarles.

Pero faltaba Putin. Y ahora todas las informaciones disponibles y fiables indican que la trama separatista de los Junts de Puigdemont estaba siendo generosamente financiados por el famoso «Oro de Moscú» con la confesada finalidad de favorecer el estallido territorial de España y, con él, dar un golpe importante a la estabilidad de la Unión Europea y a la fiabilidad democrática de todos sus componentes. Con lo que, si las cuentas son exactas, resultaría que Sánchez y sus acólitos estarían siendo abiertamente socios y colegas de Putin y su lamentable cohorte autócrata y corrupta. De la que en última instancia dependería la continuidad en el sillón monclovita de Pedro Sánchez y su coalición «progresista». Mientras Albares tiene como misión fundamental la de recorrer los pasillos bruselenses intentando vender la oficialidad del catalán en las conversaciones continentales.

Como se podrá fácilmente comprender, es comprensible la pregunta que en estos momentos se escucha en las cancillerías europeas y occidentales: ¿en dónde está España, a qué interés responde, para quién trabaja, ¿qué es lo que pretende obtener en la arena internacional? Y es que la colección es notable: el sultán marroquí, Maduro, Puebla, Hamas, hutíes, Putin…. Quizás con la esperanza de añadir al bloque el respetado líder de Corea del Norte, Kim Jong-un.

¿Hay quien dé más?