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Editorial

Un presidente contra el Estado de derecho

Sánchez se ha convertido en alguien peor para la democracia que quienes la desafían abiertamente desde 1978

La Justicia española lleva años defendiéndose del acoso del Gobierno de Pedro Sánchez, que siempre tuvo entre sus objetivos dominarla y ponerla a su servicio. Los ataques descarnados de sus socios son el último capítulo, nunca el primero. Porque para encontrar el germen de los burdos ataques actuales, impropios de una democracia sana, hay que remontarse muchos años.

Porque Sánchez no ha dejado de considerar un estorbo la separación de poderes desde que llegó por primera vez a la Moncloa, colonizó la Fiscalía General del Estado con su exministra de Justicia y adaptó la Abogacía del Estado, tras una purga interna, a sus objetivos políticos.

Después intentó renovar el Poder Judicial con una mayoría distinta a la prevista en la Constitución, aprobando una ley exprés adaptada a la aritmética conjunta del PSOE y Podemos. Y cuando esa cacicada fracasó, impulsó otra que en la práctica paraliza su actividad, impidiendo que designe vacantes y adopte decisiones imprescindibles para el buen funcionamiento de un servicio público esencial.

Ése es el contexto en el que, lejos de frenar la burda escalada del separatismo contra un poder definitorio de una democracia auténtica, se ha sumado a la cacería. Porque en eso consiste suscribir la peligrosa teoría del «lawfare» y, además de indultar o amnistiar a delincuentes, permitir que sienten en Comisiones de Investigación en el Congreso a los responsables de haberles encausado.

O ahora la persecución ignominiosa de los jueces García-Castellón o Aguirre, por mantener vivas investigaciones judiciales sobre el terrorismo de los CDR o de Tsunami y de las siniestras relaciones del independentismo con Moscú; todo ello trufado de un señalamiento insólito de la judicatura en su conjunto, de un intento de doblegarla y de una planificada estrategia por invadirla para situar a peones políticos en las más altas magistraturas judiciales.

La sumisión de Sánchez a Puigdemont, y también a Junqueras o a Otegi, necesita primero de un sometimiento del Poder Judicial y, al mismo tiempo, de una usurpación de sus funciones, que nunca son legislativas pero sí ponen límites constitucionales a los excesos que, desde esa facultad de las Cámaras, puedan intentarse.

Y ése es el caso. El Gobierno ha reformado el Código Penal al dictado de quienes lo incumplían; lanza leyes al marco constitucional; criminaliza a los jueces que se ciñen a las reglas del juego y pervierte sus facultades en la materia, que son precisas y limitadas, para colonizar una herramienta autónoma de la democracia y transformarla en una extensión de los intereses del presidente.

Que partidos antisistema o rupturistas desafíen al Estado de derecho es una anomalía lamentable, pero fácilmente controlable por él si dispone de la lealtad imprescindible del resto de actores institucionales. Pero es una inmensa lástima, y un formidable problema, que su principal amenaza proceda de sus principales custodios.

Y eso es lo que Sánchez, de manera espuria, inconstitucional e inmoral, está haciendo: comprarse la Presidencia con una bochornosa ley de amnistía que deja impunes delitos, legaliza en falso los objetivos de los delincuentes y destroza las barreras constitucionales creadas para evitarlo todo. Es tan grave lo que estamos viendo, que cabe esperar que el propio sistema lo depure y coloque a los insurgentes, con Sánchez a la cabeza, en el lugar que merecen en la historia.