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Editorial

No es una amnistía, es un impuesto revolucionario

Es Sánchez, más que Puigdemont, quien desafía a la España constitucional y democrática

Este jueves, en la Comisión de Justicia del Congreso, quedará vista para su aprobación en el pleno de la Cámara Baja la ley de amnistía definitiva, el engendro inconstitucional que Pedro Sánchez impulsa a la desesperada para, simplemente, poder ser presidente.

Eso es lo primero que hay que recalcar: no estamos ante un acto de generosidad constructiva que, aliado con otro de espíritu similar, acabe con un conflicto y siembre la reconciliación a partir de la aceptación global del marco constitucional.

Por el contrario, asistimos espeluznados a un intolerable cambalache en el que un dirigente político, en este caso el líder del PSOE, se compra la Presidencia del Gobierno aceptando que el mayor adversario de su país quede impune, no renuncie a sus objetivos ilegales y, además, tenga más sencillo alcanzarlos.

El único precedente conocido, en 1977, lo es solo en el nombre. En aquel momento toda España hizo un esfuerzo de verdadera reconciliación, superando traumas terribles y heridas aún profundas, para construir conjuntamente un espacio de libertad e igualdad sustentado en un pilar jurídico y moral del deseo de convivencia llamado Constitución.

Fueron la izquierda y los nacionalistas los más partidarios de aquella ley que, años después, sus sucesores manipularon para presentarla como una jugada del franquismo para dejar impunes sus supuestas atrocidades, con un discurso falso sobre el que lanzaron, además, una enmienda a la totalidad de la Transición y del salto de España a la democracia.

Lo cierto es que, a cambio de ese ejercicio de convivencia no del todo exitoso, como demuestra la subsistencia de la peor ETA de la historia y el incesante desarrollo del nacionalismo periférico más voraz, los partidos de cualquier ideología renunciaron a confrontar con el Estado y acataron el régimen constitucional.

Nada que ver, pues, con la agresión al Estado de derecho que ultima Sánchez, a la desesperada: aquí es España quien se disculpa ante los insurgentes; les indulta colectivamente; borra sus delitos del Código Penal; renuncia a sus barreras constitucionales y avala los planes de quienes agredieron a la soberanía nacional y fracturaron la convivencia en Cataluña y en el resto de España.

La amnistía de Sánchez incluirá, bien de manera directa, bien con subterfugios que iremos descubriendo, la impunidad incluso de los delitos de terrorismo o de alta traición, convertidos por el Gobierno en una fábula conspiradora de la Justicia española, agredida incomprensiblemente desde el propio Ejecutivo.

Y si todo ello es infame, mucho más lo son las consecuencias. Porque Puigdemont no entiende la amnistía como el final del «procés», sino como el primer paso hacia la independencia definitiva, bien en pago de Sánchez a la próxima letra del «impuesto revolucionario», bien de manera unilateral con la certeza de que los obstáculos legales son más débiles que nunca.

Que el Estado sea desafiado por una minoría irredenta es lamentable, pero entra dentro de la lógica perversa del separatismo. Pero que lo sea desde el propio Gobierno, sometido voluntariamente a una extorsión impúdica de quienes deberían encontrar en el presidente su primer adversario, es digno de un juicio sumarísimo de la historia.

Es de esperar que, pese a las andanzas de Puigdemont y de Sánchez, la España constitucional encuentre la manera de resistir, con la fortaleza del Estado que aún no ha sido sometido, el vigor de la protesta cívica ciudadana y el respaldo de la Justicia europea. Resulta muy triste ver a Sánchez convertido en aliado de una conspiración contra España, pero al menos eso deja clara cuál debe ser la contundencia de la respuesta democrática a su desvarío.