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Editorial

¿Sánchez va a mandar también en Telefónica?

La extraña operación de entrada en la compañía no puede tramitarse como algo rutinario, porque tiene demasiadas sombras

Que un Gobierno sin capacidad de aprobar los presupuestos generales del Estado impulse una operación de entrada en el capital de una empresa privada como Telefónica resulta sospechoso.

Y que lo haga tras haber aumentado la deuda pública en cerca de 500.000 millones, con una economía real doliente y unas cuentas dopadas por la recaudación fiscal asfixiantes y los fondos europeos, es directamente inquietante.

Especialmente cuando el argumento esgrimido, la supuesta necesidad de frenar o compensar el acceso hostil de Arabia Saudí en la compañía, es falso: la legislación española ya le reconoce al Gobierno otras herramientas para contener o incluso frenar operaciones potencialmente dañinas para los intereses estratégicos del país, sin necesidad de derrochar cientos de millones ni, mucho menos, de adueñarse, participar o influir en una gestión ajena a sus funciones.

La coincidencia entre esta operación, que convertirá en breve al Gobierno en representante del mayor paquete accionarial de Telefónica, y el ERE impulsado por la compañía, tampoco ayuda a aminorar el recelo, justificado por los invasivos antecedentes de Pedro Sánchez en casi cualquier ámbito.

Porque, antes de esta operación, ya se percibieron sombras en la colonización de Indra o de Correos, dos compañías clave en áreas tan relevantes como la tecnológica y la electoral, a cuyo frente ha situado a militantes del PSOE de la mayor proximidad, con un modus operandi muy similar al aplicado en el CIS, la fiscalía general del Estado o el Tribunal Constitucional.

A todo ello hay que sumarle el largo listado de declaraciones y de decisiones hostiles hacia la autonomía empresarial, con Sánchez acusando en falso a los empresarios de conspirar desde «cenáculos de Madrid» y su Gobierno defendiendo abiertamente medidas regulatorias e intervencionistas en la libertad empresarial.

Todo junto compone un paisaje nada edificante y avala la sensación de que Sánchez quiere extender al sector privado la cosmovisión caciquil que ya aplica en el Estado, sometido a sus intereses partidistas, distintos o incluso contrarios a los de la sociedad española.

Ponerse ahora al frente de una poderosa compañía de telecomunicaciones, cuyo desarrollo internacional no ha dependido del Gobierno, no puede ser asumido sin más. Porque si algo ha dejado claro Sánchez es que nada en él es inocente: siempre hay otra intención, perversa, y este caso no parece una excepción.