El Rey, un antídoto contra la degradación de España
Felipe VI y la Familia Real son el dique tranquilo contra el proceso de sustitución de la Constitución por un régimen populista.
Felipe VI ha cumplido diez años en el trono, en una de las épocas más convulsas y desasosegantes de la historia reciente de España que él ha capeado con altura, dignidad, inteligencia y resultados.
Hoy la Corona mantiene intacto su prestigio, la Familia Real goza de un merecido respaldo popular y sus miembros, desde la Reina hasta muy especialmente la Princesa Leonor, se han ganado a pulso un reconocimiento que garantiza la continuidad de una institución clave para la estabilidad de España.
Su mérito sería incuestionable en cualquier contexto, pero especialmente en el que le ha tocado vivir: la abdicación de su padre, primera víctima del devastador populismo instalado en España y objeto de una indigna persecución como símbolo de la Constitución que se intenta derribar; la consolidación de una pinza política entre el socialismo más radical, la extrema izquierda y el separatismo y el proceso de ruptura de un país fundado sobre los pilares de la igualdad, la libertad, la convivencia y la cohesión.
A Don Felipe le ha tocado convivir con Gobiernos que, para existir, han tenido que suscribir y hacer suya una agenda incompatible con la letra y el espíritu de la Carta Magna, en cuya cúspide aparece la Corona, símbolo de la unidad y de la existencia de una Nación histórica acosada por las urgencias de un mal político y la capacidad de chantaje de unas minorías irrelevantes, elevadas a factor decisivo por la codicia y falta de sentido común de un presidente lamentable.
Ante ese paisaje, seguramente muchos hubieran querido que el Rey interviniera, como lo hizo en 2017 cuando arreció la insurgencia en Cataluña, pero eso solo hubiera servido para crear otro gravísimo problema sin solventar ninguno de los preexistentes.
Porque el proceso constituyente impulsado por la extrema izquierda y el nacionalismo, asumido por Sánchez como única manera de sobrevivir a cualquier precio, hubiese incluido también una intentona de sustituir la Monarquía Parlamentaria por una República maniquea, frentista y agresiva cuyo ideario ya se refleja, de hecho, en la acción y alianzas interiorizadas por el PSOE para mantenerse en el poder.
El Rey ha acertado al entender que el tiempo juega a su favor, y por tanto al de España, y al guardar la debida discreción y el respeto a los valores y obligaciones de la Corona, aunque a veces puedan ser utilizados a su favor por quienes quieren derribar el último obstáculo que en realidad les frena. Porque gracias a ello se ha consolidado como una referencia tranquila e intemporal, con una autoridad intacta que en sí mismo vacuna a España de las agresiones internas que padece por quienes, en contraste, solo han logrado degradarse y retratarse.
La utilidad de la Corona, más allá de sus valores como metáfora de un gran país con una tradición y una historia encomiables, es la mejor garantía para ella misma. Y también para España, a cuyo servicio consagra su existencia y, ahora, su resistencia.
Queda por resolverse el tratamiento a Juan Carlos I, cuyos errores son ínfimos al lado de sus monumentales aciertos: su destierro, en un país que amnistía e indulta a delincuentes y se gobierna mediante acuerdos con partidos encabezados por terroristas, es una indignidad y una injusticia que ha de resolverse con decencia.
Y también una prueba de qué se haría con la Corona si a su frente no estuviera un gran Rey, espléndidamente acompañado por su familia, que ha logrado en una década horrible sostener la imagen y expectativas de la España que queremos y, aún más, necesitamos.