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Editorial

Una legislatura que nunca debió de arrancar y ya está terminada

El bloqueo al Gobierno por parte de Puigdemont es un chantaje inadmisible que legitima un presidente dispuesto a todo con tal de no abandonar

La negativa de Puigdemont a respaldar la senda de déficit aprobada por el Consejo de Ministros, indispensable para renovar unos Presupuestos Generales del Estado prorrogados desde 2022, y una reforma de la Ley de Extranjería, indispensable para poner un parche al aluvión de menas en Canarias, supone de facto el colapso de un Gobierno que, simplemente, nunca debiera haber iniciado su andadura.

Porque no se puede forzar la máquina de conservación del poder a cualquier precio cuando, además de perder las elecciones generales, se fuerza una mayoría parlamentaria aritmética sobre la infame premisa de aceptar el chantaje de socios minoritarios sin ningún apego por la gobernación de España y convencidos de que, a cambio de un respaldo interesado, lograrán los objetivos que de otra manera jamás alcanzarían.

Es indiferente cuáles son las razones exactas del varapalo de Junts a Pedro Sánchez, que ayer fueron unas, hoy son otras y mañana serán algunas más: lo sustantivo es que un partido dirigido por un prófugo, cuyo único objetivo es enterrar la Constitución y acabar con España, no puede ser aceptado como socio legítimo de un Gobierno entregado a tan funesta causa.

Puigdemont ha retratado al Gobierno al boicotear la ley más importante de cada curso parlamentario, vinculando su aprobación a algo ajeno por completo a tan relevante misión y resumido en un lamentable cambalache: si Puigdemont no logra la presidencia de la Generalidad catalana, Sánchez no conservará la del Gobierno de España.

Ni todas las ceremonias de la confusión de Sánchez, debilitado aún más por el delicado estatus judicial de su familia y las sólidas dudas de Europa por decisiones tan lamentables como la Ley de Amnistía, pueden tapar ya la certeza de que la gobernación de España está sometida a los caprichos de quienes menos creen en su progreso pero tienen los votos justos para adulterar las esperanzas, expectativas y decisiones de la mayoría.

Un dirigente político sensato se libraría del infame yugo separatista disolviendo las Cortes y consultándole su sentir a la ciudadanía, desde la premisa innegociable de que nada bueno puede salir de la infausta asunción de la agenda de los enemigos de España y la certeza de que no se puede conquistar el desprecio a costa de la sociedad española.

Sánchez ha agotado ya una legislatura que nunca debió arrancar con estos parámetros, y ha agudizado el deterioro al añadir, a los problemas estructurales de origen, los coyunturales derivados de las sombras de corrupción instaladas en su partido y en su núcleo familiar.

Nadie con un sentido de Estado prolongaría esta agonía innecesaria. Pero nadie con esa virtud la hubiera experimentado siquiera, de lo cual se deduce la conclusión de este deplorable Gobierno: siempre hizo lo necesario para sobrevivir, por indigno que fuera, y siempre lo volverá a hacer si con ello garantiza su inane existencia.