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editorial

La errática e invasiva actitud del Gobierno con Talgo

El Gobierno de Sánchez no puede ser un caprichoso actor empresarial en un espacio de libertad como es Europa

Puede parecer razonable a primera vista que el Gobierno de España trate de evitar que una empresa como Talgo caiga en manos de un consorcio húngaro y que, por ello, active su capacidad de veto para operaciones extranjeras en compañías de carácter estratégico, capaces de influir en la propia seguridad nacional.

A esos factores ha apelado el Ejecutivo para abortar la OPA de una firma controlada parcialmente por el Gobierno magiar a través de un fondo, anunciada hace meses y con recursos suficientes para adquirir el 100 por 100 de la empresa ferroviaria española, en horas bajas como todo el sector nacional, al menos a ojos de operadores y usuarios.

Pero en realidad ni es tan razonable el veto político ni son tan fundados los peligros alegados para confirmarlo. De entrada, es como poco llamativo que el poder político se entrometa en el mercado libre, cuyo desarrollo explica sin duda la prosperidad europea, arramblando con las normas que lo protegen y el espíritu de competencia que lo desarrollan.

No se puede conculcar esa regla caprichosamente, y menos desde el prejuicio ideológico hacia Hungría, un socio relevante de la Unión Europea, encabezada en estos momentos por el primer ministro magiar, Viktor Orbán, en el formato rotatorio que también ejerció Pedro Sánchez antes que él.

Y no se debe anteponer ese recelo al cumplimiento de la ley y la costumbre europeas, que tutelan operaciones similares entre sus asociados desde la creencia de que el resultado final es bueno para el conjunto y no daña ningún interés de parte: la liberalización del transporte ferroviario, evidente en España con operadores franceses, suele redundar en un beneficio para el usuario, tan maltratado en el caso español por la torpe gestión del ministerio de Óscar Puente.

No es de extrañar que el consorcio vetado anuncie acciones legales contra España, y que lo haga en base a la legislación europea, muy activa en la defensa de operaciones así desde la creencia de que el ente superior representado por Bruselas es suficiente garantía de toda operación similar, sin necesidad de apelar a acentos domésticos.

Además, conviene resaltar la inquietante y caprichosa política empresarial de Sánchez, que de un tiempo para acá se ha convertido en una especie de protagonista caprichoso de operaciones de dudoso interés general y sospechosa ambición partidista.

Lo hemos visto con Telefónica, Indra o Correos, objeto de aventuras políticas en las que el Gobierno se comporta más como un operador ambicioso que como un regulador sensato, aplicando en cada caso medidas distintas que ahondan en la sensación extraña que deja ahora el volantazo con Talgo.

Porque resulta extravagante que Sánchez active con la empresa ferroviaria un mecanismo tan distinto al aplicado con la compañía de telecomunicaciones, por ejemplo: en un caso se ha limitado a boicotear su adquisición por un tercero; en el otro no impidió el desembarco de Arabia Saudí y, además, aprovechó ese movimiento para comprar un paquete de acciones mayoritario.

No hay, pues, una planificación reconocible y justificada, sino una improvisación reiterada y difícil de explicar y de entender, la misma presente en rescates tan polémicos y oscuros como los de las aerolíneas Air Europa o Plus Ultra, sin ir más lejos. La pregunta, pues, no es a qué jugaba el consorcio húngaro con Talgo, sino cuáles son los extraños planes de Sánchez y de su Gobierno en el mundo empresarial. Y la respuesta no está nada clara, lo que en sí mismo ya resulta lamentable.