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Editorial

Un presidente censor y liberticida

Sánchez desafía a la democracia con un «plan regenerador» que solo aspira a dotarle a él de impunidad y reprimir toda contestación

Pedro Sánchez aprobará hoy su 'Plan de acción democrática', el eufemismo utilizado para recuperar, de una manera u otra, la censura en España, sea de manera burda o sutil.

Que un presidente cercado por los casos de corrupción, definido por su galopante desprecio a la transparencia y resumido en su incesante recreación de bulos tenga la desfachatez de presentarse como custodio de esos valores, es simplemente intolerable.

La legislación española ya prevé suficientes herramientas de control de los excesos que pueda cometer cualquier actor del Estado de derecho: la Constitución, los códigos Penal y Civil y los medios de comunicación, como embajadores participativos de la opinión pública, regulan sobradamente la imposibilidad de incluir en el ámbito de las libertades todo aquello que pueda rebasar los límites de lo tolerable.

Lo que Sánchez pretende, pues, no es perfeccionar la democracia, sino evitar que se manifieste en toda su extensión cuando ese sano ejercicio perjudique sus intereses políticos o sus sombras personales, cada vez mayores y mejor documentadas.

Nadie como él ha fabricado tantos bulos del máximo rango, en contextos tan adversos como la pandemia o la crisis económica; ni nadie ha cosechado tantos y tan contundentes varapalos de las instituciones que también ponen coto a sus excesos.

Las resoluciones contrarias del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno se cuentan por decenas; el Tribunal Constitucional ha llegado a repudiar sus decisiones ilegales en pleno auge del coronavirus, que le llevó a encerrar ilegalmente a todo un país y a quebrar su economía; el Poder Judicial ha sido objeto de un impúdico asalto y, entre otras barbaridades típicas de un autócrata, la sociedad española le ha oído decir que el Poder Legislativo dejará de ser vinculante en sus decisiones, lo que equivale a despreciar sin más la soberanía del pueblo español.

Da igual que la letra del engendro que hoy apruebe sea más o menos agresiva: lo es, en grado sumo, su espíritu, tanto por sus intenciones cuanto por el contexto en el que las pretende desarrollar.

Que es el de un dirigente político sostenido por todas las fuerzas políticas de credo inconstitucional, a quienes les debe el cargo, y cercado por la posible corrupción de su esposa, de su hermano y de su partido.

Con ese paisaje, señalar a los medios de comunicación independientes, como antes hizo con los jueces, supone un ataque vergonzoso a la esencia del sistema democrático y coloca a Sánchez fuera de él, lo adorne como lo adorne. No hay demasiadas diferencias, salvo las escénicas, entre un sátrapa como Maduro, que persigue y encarcela a sus rivales, y un aspirante a tirano como Sánchez, protagonista del mayor desafío democrático que se recuerda en España desde el golpe de Estado de 1981.

La sociedad española no debe aceptar ese pulso, lo desate quien lo desate, y mucho menos incluirlo en un simple escarceo entre fuerzas políticas de distinto signo. Cuando se ataca a los pilares del Estado de derecho, la frontera ideológica se diluye y solo hay dos opciones: estar con la democracia y defenderla o alinearse con quien la quiere enterrar para salvarse a sí mismo.

Sánchez, en fin, no presenta un plan de nada: lanza un desafío a la sociedad española, que debe estar a la altura de la magnitud del despropósito y reaccionar con la contundencia democrática debida.