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Superar nuestros instintos gregarios

El objeto de estas líneas es recordar algunos rasgos de la psicología humana que, lejos de ayudarnos a discernir, facilitan el trabajo de quienes tratan de fijar en nuestra mente su relato fraudulento

Nos realizamos humanamente por la capacidad de discernimiento. Por el duro trabajo de acercarnos a la verdad tratando de distinguir lo verdadero de lo falso; muy especialmente cuando, pongamos por caso, los gobiernos distorsionan u ocultan los hechos reales y sus causas. El discernimiento es un hábito en el que cooperan voluntad, memoria y razón. Estas tres «potencias del alma» sufren menoscabo cuando, desde posiciones de poder, se intenta degradar nuestra percepción de la realidad. Algo que sufrimos a diario y que es la antítesis de la democracia.

Los «gestores de la opinión pública» existen en todos los regímenes y, lamentablemente, no debe sorprendernos verlos en sistemas políticos que se pretenden defensores de las libertades de expresión e información de sus ciudadanos. Bien sabemos que no son pocas las cuestiones importantes que están ausentes de gran parte de los medios de información o que son sustituidas por auténticas patrañas al servicio de los centros de poder. Si pasamos por alto estas injerencias en nuestras vidas aceptamos estar sometidos a nuevas formas de despotismo.

Por ello es oportuno recordar dos experimentos que nos muestran la fragilidad de nuestras convicciones y lo manipulable que es nuestro comportamiento. El primer experimento, de Milgram, confirma nuestra predisposición instintiva a la obediencia que nos lleva a despreciar derechos intrínsecos a otros seres humanos cuando actuamos bajo órdenes o sugerencias inmorales de una autoridad. Su famoso experimento en Yale, iniciado en 1961 y publicado en 1973, muestra la facilidad con la que suministramos descargas eléctricas crecientes a un «paciente» siguiendo las indicaciones del «director del experimento» llegando a causar gritos de dolor a la víctima. La obediencia a la autoridad bloquea nuestros criterios de bien y mal siendo asombrosamente escaso el número de personas que tienen el valor de dejar de hacer lo ordenado.

El segundo experimento, el de Asch en los años 50 del pasado siglo, demuestra la facilidad con la que manifestamos nuestro acuerdo con la opinión del grupo sabiendo que es errónea. El 37 % de las personas lo hacen espontáneamente sin presión ni incentivo alguno. Simplemente «por no discrepar». No hace falta esforzarnos en imaginar qué sucedería si esta presión grupal tácita fuese coactiva como ya está sucediendo en muchos países occidentales donde, por ejemplo, existen sanciones legales por no usar los famosos «neo-pronombres» de género. Es fácil ver que, por coacción o por recompensa, la práctica totalidad de la población opta por el silencio temeroso reproduciendo toda la pureza ancestral del instinto de las manadas. Rebaños que rechazan violentamente al discrepante como, en 1916, nos hizo ver el neurólogo inglés Wilfred Trotter en su célebre obra «Instincts of the Herd in Peace and in War». Ambos comportamientos instintivos –seguidismo obediente y conformidad grupal–, son recurso frecuente para quienes se dedican a «construir la opinión», quizás ignorantes del daño que nos causan cuando difunden lo falso y distorsionan y ocultan lo verdadero.

No necesitamos ir muy lejos para ver ejemplos cercanos de este grave problema. Entre los muchos disponibles podríamos destacar por su actualidad el desastre provocado por la última «gota fría» en una parte de la provincia de Valencia y causante de más de doscientos muertos y daños materiales que llevará muchos años remediar.

Salvo escasas y muy honrosas excepciones los medios de comunicación se han centrado en las responsabilidades de las autoridades regionales. Estas, en este caso, son las menos relevantes para evitar, prevenir y remediar unas inundaciones catastróficas que han provocado la alarma en muchos países de Europa sin que el Gobierno de España viese necesario asumir desde su inicio la gestión de esta trágica crisis. La mayor de los últimos setenta y cinco años. En vez de afrontar responsabilidades con rapidez y generosidad vimos todo lo contrario: un calculado «que lo pidan» que nos vuelve a recordar que el verdadero liderazgo es, fundamentalmente, una virtud moral.

De este modo parece olvidado el Plan Hidrológico Nacional del año 2001 que prestaba atención especial a esta zona y que fue anulado por el presidente Rodríguez Zapatero en 2004 para satisfacer, a un coste astronómico, la mísera insolidaridad de algunos de sus apoyos políticos. Como también se ha olvidado –con poquísimas excepciones– la grave responsabilidad de normas europeas vetando el desbroce, dragado y limpieza de cauces así como dificultando, cuando no prohibiendo, la construcción de embalses que habrían evitado lo peor de este monumental desastre.

Por ello también es menester hablar de la insuficiente relevancia mediática que ha recibido la ministra Ribera responsable directa tanto de la gestión de la cuenca hidrográfica como de la construcción de un embalse imprescindible y planeado desde hace años pero eliminado de las ejecuciones presupuestarias sin olvidar las limpiezas y desbroces de torrenteras y cauces no realizadas a lo largo de nada menos que mil kilómetros de «rieras» levantinas consideradas de riesgo. Y qué decir de la demagógica y falsa retórica «climática» incluyendo la sustitución de «gota fría» por las iniciales de «depresión aislada en niveles altos» –la causa antediluviana de las «gotas frías»– recientemente instaurada para que, «lo de siempre», parezca «cosa nueva».

En esta cuestión de la libertad de información, su veracidad y el libre acceso a la misma estamos muy lastrados por los comportamientos de profesionales y medios que, siendo responsables de analizar e informar con seriedad, veracidad y sin ocultación, parecen reflejar fielmente los comportamientos que fueron expuestos por los experimentos de Milgram y de Asch. La obediencia indebida y la corrección política nos muestran que seguimos siendo cautivos de los poderosos instintos gregarios que conservamos.

Por ello es especialmente grande el mérito de quienes los superan y el agradecimiento que les debemos.