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Editorial

No es democracia, es confrontación y sectarismo

Sánchez estrenará el año político con un aquelarre antifranquista que solo demuestra un sectarismo irresponsable

El curso político reanudará su actividad, tras el paréntesis navideño, con un despliegue de la genuina demagogia de Pedro Sánchez, que atenderá tanto a su necesidad de desviar la atención sobre sus inmensos problemas judiciales cuanto a consolidar su propuesta frentista a la sociedad española.

Estrenar 2025 con un acto consagrada a celebrar la muerte de Franco es, de entrada, una demostración de mal gusto: un Gobierno serio conmemora los mejores hitos de la historia de un país, que en este caso sería la Constitución de 1978 y su espléndido prólogo, esa Transición modélica que reconcilió a los españoles, cerró sus heridas e impulsó una democracia sustentada en el deseo de convivencia y prosperidad.

Que Sánchez prefiera remitirse al fallecimiento del jefe de Estado, objeto de un manoseo sectario que aplaza una revisión histórica sobre el personaje, con las luces y las sombras de todos los protagonistas de aquel tiempo; solo evidencia la naturaleza de su proyecto: medrar en la división, desde la lamentable convicción de que solo la recreación de la España de los bandos puede permitirle reclutar y mantener a electores en sus filas.

El líder socialista no aspira a rematar la apuesta por la reconciliación que hicieron los españoles, con la generosa participación de todas las fuerzas políticas del espectro ideológico, sino a enmendar a quienes vivieron aquellos años y optaron por cerrarlos con un abrazo fraternal, necesario y compatible con la discreta restitución de los flecos que pudieran quedar pendientes.

Sánchez viaja al pasado para reescribirlo, vendiendo un falso relato idealizado de la República, escondiendo la agitación revolucionaria de los años 30, transformando el franquismo en una especie de ogro totalitario endémico y, con todo ello, convirtiendo la Transición en un burdo apaño que ahora merece ser enmendado.

La irresponsabilidad de Sánchez es manifiesta, y se agrava por la lamentable invitación cursada al Rey (y rechazada por este) para que asista al evento inaugural de una especie de aquelarre antifranquista que durará un año entero y contempla la celebración de cincuenta actos por toda España.

La utilización de Felipe VI, a sabiendas de que ni puede ni debe ir a actos partidistas, solo puede obedecer al deseo de ir incluyéndole poco a poco en esa parte de España detestada por el Gobierno, la que conforman todos aquellos poderes y estamentos sociales descontentos con la deriva, los abusos y las cesiones que el PSOE lleva seis años cometiendo con el único fin de atender las necesidades de su frívolo secretario general.

La historia de un país nunca se construye sobre cimientos politizados en los que los hechos del pasado se analizan con una mirada sectaria del presente. Y la memoria, que es por definición individual, no se puede colectivizar para adaptarla a un interés político ramplón.

Ningún país avanza desde la confrontación y el enfrentamiento, dos herramientas que solo despliegan aquellos dirigentes políticos que carecen de proyecto y consideran que solo el ruido, la agitación y la división pueden ayudarles a sobrevivir.

Y ése es el caso de Pedro Sánchez, cuyo regreso al pasado es tan espurio como evidente su falta de humanidad: quien desprecia a las víctimas de ETA y pacta con sus verdugos o, más recientemente, no es capaz de personarse en un funeral por los muertos de la dana; no puede erigirse precisamente en portador de la llama del recuerdo. A Sánchez solo le preocupan, en fin, aquellas víctimas que puede usar, aunque luego las olvide también una vez exprimidas.