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Editorial

Sánchez busca ser inviolable

Tras legislar contra la prensa, ahora aspira a cercenar la autonomía de la Justicia

El PSOE quiere aprobar una proposición de ley en la que, con la excusa de perfeccionar las garantías de cualquier denunciado en los juzgados, en realidad pretende convertir en una falacia, o una conspiración, las causas que acorralan a Pedro Sánchez, a su familia y a su partido.

Cuando, en ese contexto, no se dan explicaciones y se opta por forzar un cambio de la legislación para proteger la impunidad propia y criminalizar la respuesta de los contrapoderes, la democracia se devalúa y se avanza por la intolerable pendiente del autoritarismo.

Eso es lo que intenta Sánchez cambiando leyes como la de protección del honor, presentando informaciones irrebatibles como meros bulos con fines espurios. Y lo vuelve a hacer con esta reforma de aromas chavistas, que es la concreción jurídica de la burda teoría del lawfare.

Es escandaloso que un Gobierno convierta en un enemigo a abatir la independencia de la Justicia y la libertad de información, pues supone apostar por unas reglas del juego predemocráticas en la que no existen mecanismos de control del poder y éste, por tanto, puede actuar como estime, sin límites.

Algo que, en el ámbito judicial, Sánchez lleva ejecutando desde hace años, colonizando con adeptos la Abogacía del Estado, la Fiscalía General y el Tribunal Constitucional y, a continuación, implantando cacicadas como la paralización del Poder Judicial o la anulación parcial de la sentencia de los ERE andaluces.

La pulcritud de un proceso judicial ya está garantizada en el ordenamiento español, así como la réplica y reversión de los excesos que, desde los juzgados o los medios, puedan cometerse. No pretende Sánchez, pues, mejorar las libertades y derechos, sino acomodarlos a sus intereses, previo señalamiento de quienes ponen coto a sus abusos, escándalos y silencios.

En una democracia solvente, no se malversa la legislación para dotarse de algo parecido a la inviolabilidad, como si fuera el Jefe del Estado y en su caso le sirviera incluso para los excesos personales y de su entorno. Y mucho menos cuando las sospechas de corrupción, bien firmes, acechan a quien intenta ponerse ese escudo.

En Sánchez ya nada sorprende, pero por eso mismo no se puede trivializar su deriva hacia la autocracia, hermanada con un sectarismo atroz, que es el disfraz habitual de quien se siente culpable y solo aspira a salvarse al precio que sea.