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Políticas de Estado

Marcar líneas maestras en una nación no entraña sustraer ningún espacio a la legítima contienda política, como pudiera apresuradamente pensarse. Supone abordar de forma madura y compartida materias trascendentales para dotarlas de sentido y permanencia

No pueden causar demasiada sorpresa las desavenencias sobre el gobierno judicial o la financiación autonómica. Salvo parches o apaños puntuales, en el último medio siglo apenas hemos logrado reunir a corrientes contrapuestas en la Constitución y los Pactos de la Moncloa. Únicamente entonces supieron interpretarse los desafíos del Estado en función de los nacionales, como Ortega reservaba a la gran política. En su Mirabeau, don José recuerda que el Estado es solo «una máquina situada dentro de la nación y para servir a esta», lo que tanto nos cuesta entender y poner por obra.

Aquellos pactos, en realidad, se limitaron a afrontar la delicada coyuntura económica del momento, apuntalando al nuevo régimen y proponiendo mínimos en determinados temas. Que las Cortes los juzgaran «positivos y esperanzadores para la superación de la crisis y la consolidación de la democracia» –como recoge el texto que los refrendó–, no significa que agotaran todo el campo de acción de estas ansiadas políticas de Estado, porque algo de tamaña ambición no se ha ensayado todavía, desafortunadamente.

Quienes censuran estos saludables consensos supongo que no tendrán el cuajo de tildarlos de turbias componendas, aunque cualquier cosa cabe esperar de la clase política actual. Los pactos y la carta magna cosecharon amplias mayorías que advertían en ellos inteligentes maneras de encarar el porvenir, como los hechos se ocuparon de acreditar. Desde luego, nos ha sentado la mar de bien encerrar en una sala a dirigentes de lo más dispar hasta que acordaran ciertas bases de la gobernabilidad, pero ya se ve lo poco que nos ha gustado practicarlo.

Marcar líneas maestras en una nación no entraña sustraer ningún espacio a la legítima contienda política, como pudiera apresuradamente pensarse. Supone abordar de forma madura y compartida materias trascendentales para dotarlas de sentido y permanencia, subrayando el beneficio colectivo e intergeneracional por encima de las banderas.

Lu Tolstova

Produce espanto, por ejemplo, que hayamos promulgado nada menos que nueve leyes educativas desde la restauración democrática, cada una de su padre y de su madre, con vigencias que coinciden con lo que tarda un ejecutivo en ser sustituido por el siguiente. Como tampoco encuentra explicación nuestra creciente irrelevancia internacional, consecuencia de bandazos traducidos en conflictos y pérdida de liderazgo en el escenario global. O, en fin, que no dejen de entrar con calzador en las normas comportamientos ligados a pretensiones genuinamente sectarias, potenciando unos y reprimiendo otros, lo que siempre han perseguido los totalitarios al querer imponer, velis nolis, sus neuróticas doctrinas.

Dudo que necesitemos devanarnos los sesos para descubrir los terrenos en que urgen estas serias políticas de Estado. La dinámica de los órganos constitucionales, la sempiterna cuestión territorial o las competencias en manos de la autoridad estatal requieren ser despachadas sin demora desde esa perspectiva generosa y plural. Al Museo del Prado, como muestra, conseguimos apartarlo en su día de la politiquería y a la vista están los resultados.

Para que este milagro se produzca, no obstante, precisamos líderes capaces de razonar y actuar en clave nacional, al estilo de los artífices de la Transición. Es más: sobrarían las alianzas entre partidos si contáramos con verdaderos hombres o mujeres de Estado, alejados de golfos brujuleos para alcanzar o retener el poder, de calculadas equidistancias electorales o de fanatismos empecinados en demoler lo que tanto ha costado levantar.

Se trata, como es natural, de un problema de actores. Con los que ahora pisan las tablas es de cajón que continuaremos dando tumbos en aspectos cardinales del presente y futuro. Indudablemente, el desiderátum de una España próspera y moderna pasa por saber encontrar figuras que coincidan en lo fundamental y en lo demás den rienda suelta a las diferencias ideológicas, en el entendido que podamos distinguirlas más allá de la pirotecnia a la que nos tienen acostumbrados.

Apartarse de ese evidente objetivo equivale a seguir hasta la náusea predicando en el desierto, mientras observamos a la locomotora del progreso pasar de largo y detenerse solo donde es posible concentrarse en los principales retos sin tener antes que preocuparse de asuntos que caen por su propio peso.