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Pensar en los muertos, escuchar su lección

Olvidar que entre 1931 y 1936 se produjeron 21 estados de excepción, 23 estados de alarma y 18 estados de guerra, es un temerario ejercicio de «resignificación» del régimen republicano

En medio de la mayor crisis institucional, económica y social de la España democrática, el Congreso de los Diputados comienza esta semana la tramitación del anteproyecto de ley de «memoria democrática». Poco más se puede añadir a lo que el buen juicio del lector habrá advertido sobre la oportunidad política de empujar a la hoy tan probada población española a revisitar otras ruinas patrias, las de la España de hace casi un siglo.

Tampoco se puede decir más sobre los riesgos de la tentación totalitaria de ahormar la visión del pasado a los intereses del poder vigente, imponiendo un relato oficial basado en la falsedad, la manipulación y la ocultación. Una ley que promoviera auténticamente los valores democráticos debería empezar por respetar las verdades que todos y cada uno de los españoles puedan considerar acerca de aquel complejo pasado.

España no será más democrática por tener una sola forma de hacer memoria del pasado, sino todo lo contrario: lo que hará a España más democrática es la libertad de cada ciudadano para pensar y opinar lo que le dé la gana sobre nuestra Historia. Pero quizás sea pedirle demasiado al Gobierno de Sánchez, cuyo serial de conflictos con la libertad y el pluralismo empieza a ser tan extenso como el de sus negativas a pactar con golpistas y proetarras.

Con ser inquietante el intento de imposición de los dictados del poder sobre los acontecimientos de la España del siglo pasado, la voluntad más perturbadora de este proyecto normativo es traspasar a las actuales generaciones la responsabilidad sobre hechos que no vivieron. Y hacerlo además cuando ya está pasando a la Historia, biológicamente, la generación que los protagonizó y que logró saldar generosamente esa cuenta pendiente, en beneficio de todos nosotros, sus descendientes, en un modélico pacto de concordia y reconciliación.

Es inobjetable pretender sacar de un trágico pasado de supresión de las libertades y violación de los derechos humanos, las lecciones pertinentes para la promoción de los valores democráticos. Lo que sucede es que las generaciones nacidas en democracia ya han asumido en su mayoría esas lecciones, y no sólo por lo que puedan saber de la Guerra Civil y el franquismo, sino sobre todo por su vivencia directa de los zarpazos terroristas contra la España de la libertad, cuyos autores criminales son celebrados hoy impúdicamente en las calles del País Vasco y Navarra con la aquiescencia del Gobierno de Sánchez. Sin duda, una efectiva promoción de los valores democráticos debería de empezar por restaurar lecciones recientes que hoy algunos parecen olvidar.

Lu Tolstova

La inmensa paradoja de esta legislación es que pretende difundir principios democráticos a partir del recuerdo idealizado de la Segunda República, donde dichos principios fueron atropellados y anulados a diario y, como la libertad de prensa, desde su comienzo. Olvidar que entre 1931 y 1936 se produjeron 21 estados de excepción, 23 estados de alarma y 18 estados de guerra, es un temerario ejercicio de «resignificación» del régimen republicano.

Si las Cortes republicanas hubieran debatido entonces sobre lecciones de auténtica democracia, quizás se habría evitado el camino al infierno de la Guerra Civil. Quizás Azaña hubiera desistido de celebrar leyes que estigmatizaban las creencias religiosas de la inmensa mayoría de la población católica, hasta el punto de permitir que iglesias y conventos ardieran sin mover un dedo. Quizás Alcalá-Zamora hubiera concedido la potestad de formar gobierno al vencedor de las elecciones de 1933. Quizás Largo Caballero, Prieto o Companys hubieran abandonado su pretensión de derribar el régimen constitucional republicano con las armas en la mano en octubre de 1934. Quizás los pistoleros anarquistas, socialistas y falangistas hubieran rechazado reducir el debate político al tiro al blanco contra el oponente, del que resultó un balance de cerca de 3.000 muertos por violencia política, incluido el jefe de la oposición monárquica. Quizás muchos generales encumbrados a muy altas responsabilidades por la Segunda República y luego destronados de ellas no se hubieran desquitado como perjuros conspirando para el golpe de 1936.

Ya ha advertido el Consejo General del Poder Judicial de las amenazas a la libertad y los derechos fundamentales que supondría la aprobación del actual anteproyecto. No cabe mayor contradicción: Sánchez propone una ley que debilita la calidad de la democracia con la que España dejó atrás la dictadura hace más de cuarenta años. Ni el propio Franco hubiera soñado con ver hecho realidad un desatino tal.

Solo en una cuestión la sombra de la Guerra Civil continúa siendo alargada, y ésta es la de las fosas. Por ello, es un imperativo resolverla de una manera eficaz, sin utilizarla como excusa para abrir vías de financiación extra, ajenas a ese fin, para las entidades enchufadas a partidos y sindicatos de izquierda, como ha venido sucediendo hasta ahora.

Cuando esta semana, en la sede de la soberanía nacional, durante el debate del anteproyecto, a algunos diputados «acaso les hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección», como diría Azaña. Pero no es necesario que sus señorías evoquen las colinas del Ebro, los llanos de Brunete, las heladas tierras de Teruel o tantos pedazos de tierra donde corrió la sangre de españoles enfrentados por el odio sembrado desde las tribunas políticas y periodísticas.

Allí, en el mismo hemiciclo de Carrera de San Jerónimo, se sentaron en las legislaturas republicanas 149 diputados a los que una de las dos Españas heló el corazón en la Guerra Civil, según la contabilidad del historiador Octavio Ruiz-Manjón: 77 asesinados en la retaguardia «roja» y 72 en la «nacional». Ya hubieran querido todos ellos que sus verdugos hubieran tenido al menos una pizca de memoria de lo que significa la democracia. Espero que sus señorías piensen en esos muertos, en todos los muertos, y escuchen su lección.

Pedro Corral es periodista, escritor y diputado del PP en la Asamblea de Madrid