Fundado en 1910

Los grandes libros y la Modernidad

Necesitamos reaprender y enseñar a leer los grandes libros de nuestra tradición con una ingenuidad docta, rehabilitada tras el cruce de miradas torvas que han dominado nuestra época cultural

Desde antes del siglo IX y del llamado Renacimiento carolingio, las instituciones monásticas habían ido recuperando los textos de la Antigüedad clásica. Los copistas y más tarde los compiladores, fueron preparando laboriosamente el humus donde crecerían los grandes comentadores en las nacientes universidades medievales. Reformulada por la inspiración cristiana, la cultura grecorromana no solo pervivió, sino que contribuyó decisivamente a dar forma y dirección a una amalgama cultural y moral –a veces, también política– que cabe reconocer bajo el tardío nombre de Occidente.

Hoy asistimos a la amenaza de ruina de esa tradición socavada desde dentro hasta sus cimientos. Su proceso de descomposición no solo se sirve de un punto de vista hipercrítico respecto de sus grandes textos fundacionales, sino que en buena medida se origina en esa mirada lectora. Preservar entre nosotros esa tradición, como hicieron hace mil años aquellos copistas y comentadores, pasa por reconstruir una mirada capaz de leer los textos clásicos orillando por superación las lecturas unidimensionales.

Es cierto que, en ocasiones, los sesgos deconstructores que van desde el filologismo crítico hasta la sospecha metodológica o las perspectivas de clase, raciales o de género, han hecho consideraciones apreciables. Pero es perfectamente posible asumir lo que aportan sin concederles la primacía o exclusividad como punto de vista para una mirada lectora comprensiva. Como apuntaló G. Steiner, bajo cada uno de esos velos críticos persiste la presencia real del drama humano efectuado narrativamente en los grandes textos.

Necesitamos reaprender a leer los clásicos sin el estrabismo narcisista de quienes se olvidan de lo que leen para fijarse solo en lo que ellos son capaces de decir al respecto. Con mayor razón cuando sus ‘descubrimientos’ les resultan tanto más atractivos cuanto más desenmascaradores y afines con los prejuicios de moda.

Por el contrario, en dirección exactamente opuesta, necesitamos reaprender y enseñar a leer los grandes libros de nuestra tradición con una ingenuidad docta, rehabilitada tras el cruce de miradas torvas que han dominado nuestra época cultural. La sospecha y la deconstrucción son sustitutivos subalternos de una pasión que se les ha hecho imposible: el asombro abierto a la penetrabilidad intelectual de lo real y de lo humano.

Paula Andrade

Esa es, me parece a mí, la misión que hoy han de asumir los colegios, las universidades, los intelectuales y estudiosos que aprecian el legado occidental. Pero no solo ni principalmente por tratarse de una urgencia histórica, sino por ser la forma perviviente y genuina de la vida intelectual que aspira a preservar lo que estudia, incluso criticándolo. De ello depende, además, que la cultura clásica y su mestizaje con el cristianismo perviva en esta era de lectores sabiondos y descreídos, cuya erudición, cuando la hay, solo ama los escombros que deja en todo aquello que estudia.

En esa dirección, recuerdo a un reputado biblista y clérigo que, con el regusto típico de los expertos de nuestros días, aseguraba que en todos los Evangelios apenas podían hallarse tres o cuatro expresiones literales de Jesús. Desconozco el talento que le condujo a semejante descubrimiento, y si es ciertamente así. Pero, en cualquier caso, hace dos mil años que los cristianos saben que Jesús murió ágrafo, y que confió la transmisión de su mensaje a la comprensión cuidadosa de terceros cuyos textos, sin necesidad de ser literales, sorprenden por la coherencia de sus visiones y relatos.

Esas palabras ‘no literales’ cambiaron el mundo, incluso el de aquellos que no creen en su origen inspirado (como nuestro reputado biblista). También, en su orden, la Odisea tiene mucho más que enseñar que todos los filólogos que discuten sobre si Homero existió o no, y sobre si Penélope es una forma sojuzgada o no de la feminidad. Y otro tanto ocurre con Otelo, que encarna una desventurada pasión humana, tan universal que vuelve irrelevante el color de su piel y su sexo, pero que la representa con la fuerza dramática de su sexo y raza.

La pretensión de medir los demás tiempos desde el nuestro es típicamente moderna, en efecto. Pero la condición histórica de moderno no es eludible porque, entre otras razones, el repudio de la propia época como sistema de creencias es también algo típica y exclusivamente moderno. Por eso los tradicionalismos son, a su pesar, más modernos que tradicionales. Pero si no está en nuestra mano no ser modernos, ni hay por qué apetecerlo, sí que lo está no ser solo modernos, o, más exactamente, no ser modernos con la forma monocular que conduce a la cultura de la cancelación.

Como aseguraba Chesterton, «el primer uso de la buena literatura es evitar que el hombre se limite a ser moderno». Solo aprendiendo a leer a los clásicos y los grandes textos con un deliberado y cuidado aprecio estudioso, podemos ponernos a salvo de la cateta petulancia del que se tiene por la medida de lo tolerable y de lo apreciable. Para estar a la altura de nuestro tiempo, de cualquier tiempo, hay que hacerse capaz de reconocer lo humano en todos los tiempos, tal y como solo los textos perdurables nos dejan descubrir.

«Ser solo moderno supone condenarse a la más extrema estrechez de miras», dice Chesterton de nuevo. Los que vivimos en la llamada Modernidad o en sus encrespados rebufos, hemos aprendido con particular nitidez que esa estrechez no nos sobreviene por la falta de extensión y complejidad sino de profundidad en lo que sabemos. Nietzsche decía que solo los autores profundos podían darse el lujo de ser claros. Pero, más cabalmente, es que solo la profundidad sobrevive en y gracias a la claridad, inagotable.

  • Higinio Marín es filósofo