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¿Prevaricación legislativa?

Cuando los que se apartan de la más obvia sindéresis y el respeto más primario al orden establecido sean los mismos llamados a aplicar el test de arbitrariedad legal, el asunto tendrá desde luego mal pronóstico

Jueces, autoridades y funcionarios se someten a diario a control penal sobre sus actuaciones. Si «retuercen el derecho», como dicen en Alemania, se exponen a inhabilitaciones y exigencias de responsabilidades civiles. Apartarse del recto camino, que es el origen etimológico de la prevaricación, arrastra consecuencias onerosas para aquellos que dicten resoluciones arbitrarias a sabiendas de su injusticia, porque el bien jurídico protegido en estos casos es el normal funcionamiento de los poderes públicos.

De este esquema se ha excluido desde siempre a la actividad legislativa –salvo cuando aborda funciones administrativas–, en recuerdo del clásico principio parlamentario acuñado en los albores de la Revolución Francesa y conforme al cual es la ley la única fuente de la voluntad soberana, insusceptible por definición de albergar desviaciones y mucho menos de responder por incorrecciones. El «gobierno de las leyes y no de los hombres», propuesto por Harrington, conduce desde tiempos inmemoriales a la inmunidad de quienes se ocupan del crucial trabajo consistente en promulgar normas con fuerza legal.

Resulta, sin embargo, que esos productos normativos deben sujetarse al sistema en el que germinan, de donde se sigue que también en estos supuestos podrían existir actuaciones conscientemente arbitrarias e injustas. Nuestro Tribunal Constitucional, en alguna oportunidad, ha juzgado que la falta de explicación suficiente de las razones en que se basa una ley, o su carencia absoluta de fundamento, pueden infringir la interdicción de la arbitrariedad consagrada en el artículo 9.3 de la Constitución.

Dicho precepto, una innovación histórica del texto de 1978, es además un canon hermenéutico de extraordinario valor, aunque haya sido hasta el momento poco aplicado por el supremo intérprete al enjuiciar las leyes. Pero en esas ocasiones sí ha considerado que estas devienen arbitrarias cuando no promueven valores superiores del ordenamiento, sino que los contradicen de forma palmaria, o si adolecen de cualquier justificación racional.

Lu Tolstova

Así las cosas, que los que perpetran ahora normas legales con deliberada intención de desafiar a la justicia y a la sensatez más elemental se vayan de rositas sin ser objeto de reproche jurídico por tales atropellos, no parece tener excesiva defensa. Nótese que aquí hablamos de la misma conducta que se persigue con la prevaricación típica: de personas que desbordan en su quehacer los anchurosos márgenes de la legalidad o la razón y lo hacen de forma evidente, patente, flagrante, clamorosa o grosera, como la jurisprudencia exige para su concurso. Y, también, que los legisladores que adoptan esos lamentables patrones suelen abandonar su relevante función reguladora, limitándose a sustituirla por sus particulares antojos, caprichos, neurosis o desvaríos, algunos verdaderamente sonrojantes.

La secuencia imparable de proyectos legislativos alejados no ya del derecho sino del sentido común, precisa sin duda de remedios urgentes para su combate. Lo ideal sería que los beneméritos cuerpos de letrados de las Cámaras pudieran ir más allá de sus simples advertencias acerca de estas iniciativas extravagantes e improcedentes, apercibiendo a sus promotores de repercusiones negativas en sus vidas o haciendas, como hemos visto con ocasión del pulso catalán al Estado. Aunque se trate de retos de menor gravedad, algo habrá que hacer para atajar esta desesperante deriva de nuestros Parlamentos, que socava sin cesar los cimientos de cualquier régimen serio, provocando en los ciudadanos una profunda desafección hacia las instituciones y la política.

Con todo, el mayor peligro que se cierne sobre este preocupante escenario viene dado por el inquietante acceso al poder constitucional de aquellos que precisamente están detrás de esta deplorable situación. Cuando los que se apartan de la más obvia sindéresis y el respeto más primario al orden establecido sean los mismos llamados a aplicar el test de arbitrariedad legal, el asunto tendrá desde luego mal pronóstico. Se producirá entonces el retorno al reino de la iniquidad, justo lo que quisimos enterrar con motivo de los sucesivos procesos revolucionarios que nos trajeron la edad contemporánea y para lo que hemos levantado con tanto esfuerzo las estructuras democráticas modernas.

Nada de lo que aquí se cuenta sería necesario si la tarea legislativa se recondujera a lo que le es propio: dotar a la sociedad de reglas eficaces que resuelvan problemas reales y haciéndolo con amplio consenso ciudadano, algo que por desgracia hoy brilla por su ausencia.

  • Javier Junceda es jurista y escritor