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En primera líneaLuis Felipe Utrera-Molina

El peligro de la politización del poder judicial

Ha tenido que llegar un Gobierno falaz para que los españoles tomen conciencia del peligro de muerte que corre la libertad ante la tentación totalitaria de controlar todos los resortes del poder

No ha pasado desapercibido entre la opinión pública el reciente -y bochornoso- espectáculo del reparto entre los dos primeros partidos nacionales (PP y PSOE) de cuatro de los vocales del Tribunal Constitucional. Resulta paradójico que el PP haya hecho cuestión de principios la negativa a repartirse los asientos del Consejo General del Poder Judicial hasta que no se garantice su elección por jueces y magistrados y, sin embargo, haya accedido a pactar el nombramiento como vocales del Alto Tribunal de personas de claro perfil ideológico, prescindiendo de cualquier criterio de independencia, mérito y capacidad.

Resulta estéril dirigir este reproche a un Gobierno que defiende sin complejos la necesaria intervención del legislativo en el poder judicial. Pero no es de recibo que un partido que se afirma liberal se preste a colaborar en el desprestigio de un Tribunal cuya independencia resulta absolutamente vital por ser una pieza clave del Estado de derecho.

La Constitución trató de forzar el consenso en el nombramiento de los magistrados del Alto Tribunal estableciendo una mayoría cualificada de 3/5 de las Cámaras y garantizar la independencia de los magistrados alargando su mandato a 9 años. Pero los dos partidos mayoritarios han pervertido desde hace décadas el espíritu del legislador constituyente, convirtiendo al Tribunal Constitucional en un órgano que, con contadas excepciones, refleja la composición del legislativo en cada momento, siendo notorio el carácter «conservador» o «progresista» de ponentes y vocales, con lo que se elimina todo atisbo de la necesaria independencia que debe presidir la actuación del Tribunal.

Desde la sentencia de la expropiación de Rumasa por Decreto Ley han sido muchas las ocasiones en las que el Tribunal Constitucional ha sido altamente obsequioso con el poder de turno, no sólo en sus pronunciamientos, sino también en sus silencios, como lo demuestran los once años que lleva el Tribunal sin pronunciarse sobre el recurso de inconstitucionalidad contra la denominada ley Aído de 2010, que consagró el aborto como derecho subjetivo.

La premura del Gobierno por modificar la actual composición del Tribunal Constitucional ha sido explicitada con singular descaro en el Congreso por el portavoz de Podemos, escandalizado por que se hayan admitido a trámite y estimado tantos recursos interpuestos por Vox, eso sí mediante resoluciones extemporáneas que no han impedido la efectiva vulneración de derechos fundamentales. Iglesias Turrión se ha apresurado a apostillar que el Tribunal Constitucional debe tener una composición progresista en línea con la mayoría parlamentaria.

Lu Tolstova

En definitiva, los partidos mayoritarios se muestran cómodos con el reparto de los vocales del Tribunal Constitucional, socavando cualquier atisbo de independencia de un órgano creado para garantizar el amparo de los ciudadanos frente a violaciones de sus derechos fundamentales por parte de alguno de los poderes del Estado y para controlar que la producción legislativa del ejecutivo y legislativo se ajusten a la Constitución.

La independencia judicial y el Estado de derecho no se defienden con palabras sino con hechos. Hasta la fecha ha habido cuatro fórmulas diferentes de elegir a los vocales del Consejo del Poder Judicial: la primera, en 1980, la segunda en 1985, la tercera en 2001 y la última en 2013. Y el resultado de la labor de los partidos mayoritarios es que los veinte vocales son elegidos por mayoría de 3/5 de las Cortes: ocho entre juristas de reconocida competencia con más de quince años de experiencia, y doce entre jueces y magistrados en servicio activo. Esta fórmula obedece a un propósito del poder político de influir de forma decisiva en la política judicial, condicionando los nombramientos judiciales al perfil ideológico de sus miembros.

Mientras esto sucede, socialistas y populares se dan golpes de pecho y aplauden sin recato –en un colosal acto de cinismo– la condena del Tribunal de Justicia de la Unión Europea a Polonia por entender que se ha producido una quiebra en la impermeabilidad del Consejo Nacional del Poder Judicial frente a influencias directas o indirectas de los poderes Legislativo y Ejecutivo. Aquello de la paja en el ojo ajeno.

Nadie que defienda la pervivencia del actual sistema de nombramiento de los vocales del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional puede presumir de demócrata, sino más bien de lo contrario. Porque la confianza en que los jueces y tribunales resuelvan los conflictos sociales y los problemas de los ciudadanos con plena independencia del resto de poderes del Estado es el último baluarte de los ciudadanos contra el abuso de poder de la administración y del legislativo.

Es verdad que vamos cuarenta años tarde, pero como reza el viejo refrán castellano, nunca es tarde si la dicha es buena. Ha tenido que llegar un Gobierno falaz, dispuesto a retorcer la ley a su antojo, indultar a golpistas y secuestradores de menores, profanar sepulturas por decreto ley y eliminar cualquier atisbo de independencia de la Fiscalía General del Estado para que los españoles tomen conciencia del peligro de muerte que corre la libertad ante la tentación totalitaria de controlar todos los resortes del poder.

La sociedad civil debe rebelarse contra esta anomalía democrática y exigir un cambio radical en el sistema de nombramientos que salvaguarde la independencia del poder judicial frente al poder político. Y es que en la defensa de la separación de poderes frente a las pulsiones totalitarias del Gobierno nos jugamos algo más importante que la democracia: la libertad.    

  • Luis Felipe Utrera-Molina es abogado