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Vuelve a Mandalay

Vale la pena reflexionar por qué conservan el servicio militar las democracias escandinavas, que resultan las más prósperas del mundo

«Vuelve, soldado inglés, regresa a Mandalay/ Regresa a Mandalay,/donde estaba la flota». Rudyard Kipling (1865-1936) cantó como nadie las glorias de un Imperio británico que vislumbraba ya en su ocaso. Partidario de virtudes como la frugalidad, el sentido común y el trabajo duro, el escritor angloindio fue, ante todo, periodista. En el único diario del Punjab comenzó su carrera, que siempre le facilitó una existencia holgada. La mayor amargura profesional la experimentó brevemente, cuando tuvo que cubrir la bien remunerada información de sociedad. Nadie lo creería hoy, pero su acreditación de prensa le permitió vivir del cuento. Sus lucrativos relatos cortos constituyen así el grueso de su panoplia literaria. Como amable fuego graneado, atravesaron los muros de millones de hogares británicos ayunos de libros. Lo mismo ocurrió con cada uno de sus poemas, sin duda la rupia, la libra esterlina y el dólar más revalorizados a lo largo de los años. Kipling resultó un pionero como rapsoda al utilizar el dialecto de la clase trabajadora de Londres en la forma tradicional de balada. Sublimó el heroísmo del soldado de a pie en su propio lenguaje. Le puso acento cockney al sentimiento del siempre subestimado «Tommy».

Y, sin embargo, nadie resulta profeta en su tierra, ni mucho menos en la capital de un imperio. Al obtener el Premio Nobel en 1907, el establishment en bloque se revolvió contra «el herrero literario». A esos atildados bohemios tan pagados de sí mismos que se expresaban en el inglés de la Reina no les sublevaba, en realidad, su pulcritud literaria. Les llevaban los demonios la falta de complejos del más joven galardonado por la Academia Sueca. Kipling creía de veras en la labor civilizatoria de Occidente, en la «pesada carga del hombre blanco». Y, de hecho, acertaba en un punto: a las minorías les suele ir mejor dentro de imperios multiétnicos que en naciones dominadas por una etnia mayoritaria. A este colonizador le repugnaba, no obstante, que el soberano imperial se inmiscuyera en las costumbres locales; debía limitarse a preservar la convivencia e impulsar el bienestar material de sus súbditos.

El hombre que reinó en el panorama literario tampoco ocultaba sus fobias. Despreciaba a los irlandeses, «cuya segunda religión era el odio» (imagínense qué concepto tenía de la primera), los «boches» (sic), los pacifistas y los liberales. Nunca, pese a todo, llevó los pantalones en casa. Se conformó con obedecer mansamente a una anodina esposa que pasó por su auténtico comandante en jefe. Que esta encabezara su doméstica «comisión de presupuestos» nos permite reflexionar sobre si «bragazas» y «calzonazos» cumplen con los requerimientos del lenguaje de género.

Paula Andrade

Curiosamente, no realizó el servicio militar en el que tanto creía. El miope de 1,67 metros de estatura que siempre puso su confianza «en el tubo humeante y el trozo de hierro», no tuvo su bautismo de fuego hasta pasados los treinta y cinco. Acompañando a otro corresponsal al frente, permaneció media hora boca abajo en el transcurso de una escaramuza bóer. Poco de heroísmo tuvo frente a otros literatos más jóvenes que se mancharon con el barro de las trincheras en la Gran Guerra. El excedente de cupo por miope no actuó como otros intrépidos capitanes bajo las balas. No pudo, como Ungaretti, ser feliz por descansar en su uniforme de soldado como si fuera la cuna de su padre. Ni recordar con orgullo, como aquel Malaparte que se embutía en su guerrera de alpino, a la valiente infantería italiana de botas rotas y estómagos vacíos.

Y, no obstante, no fue ni un cínico ni un hipócrita. Soportó a pie firme el cruel reproche de su hijo: no podía darle consejos sobre la guerra pues no había conocido ningún frente. Recibió también con digna conformidad la noticia de su muerte. Un soldado se cree casi siempre el centro de la batalla. Y, en realidad, lo es, aunque solo sea para él mismo.

Se van a cumplir ahora veinte años de que un Gobierno conservador cometiera el error mayúsculo de suprimir el servicio militar en España. Vale la pena reflexionar por qué lo conservan las democracias escandinavas, que resultan las más prósperas del mundo (en Noruega la prestación es mixta, como en Israel). No hace falta recurrir a un pasado de gloria, como el que también tiene nuestro país. Basta con que algunos recordemos aquella escuela auténticamente democrática que mezclaba a jóvenes de todas las clases sociales y de todos los rincones de España. Es posible que nuestros recuerdos sean más prosaicos, que algunos no hayamos oído nunca la llamada del Este. Ni queramos que nos lleven a cualquier sitio «más al este de Suez, donde lo mejor y lo peor se igualan». Sin embargo, recordamos aquel amanecer que llega como un trueno que cruza la bahía. De cuando éramos jóvenes y soldados. Aún tenemos un Mandalay al que volver en nuestras vidas. 

  • Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo