Fundado en 1910

Patria común e indivisible

 Pudo más la sacrificada voluntad de una ciudadanía ansiosa de paz y libertad para conseguir lo que la Constitución les ofrecía, la «indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles»

Hace hoy cuarenta y tres años, el 6 de diciembre de 1978, el texto de la Constitución española era sometido a la decisión del pueblo español. Un 67,11 por ciento de los ciudadanos inscritos en el censo acudieron a depositar su voto. De ellos, un 91,81 por ciento otorgó su aprobación a la nueva ley de leyes. Con ello se cerraba el ciclo que habría de llevar a España a la plena recuperación democrática. El 18 de noviembre de 1976, apenas un año después de la muerte del general Franco, las Cortes, todavía franquistas, habían aprobado la Ley de Reforma Política, que sometida a referéndum el 15 de diciembre de ese mismo año, y con una participación del 77 por ciento del censo, recibió un 94,17 por ciento de votos favorables. El Gobierno, ya presidido por Adolfo Suárez, promulgó una primera amnistía el 30 de julio de 1976, en un Consejo de Ministros presidido por el Rey Juan Carlos I. El 15 de junio de 1977 tuvieron lugar las primeras elecciones democráticas que la nación conocía desde la década de los años treinta del siglo XX. Y fueron esas mismas Cortes democráticas, que formarían la legislatura constituyente, las que el 17 de octubre de ese mismo año aprobaron por amplia mayoría –269 votos de los 350 representantes que integran el Congreso de los Diputados– la Ley de Amnistía. Un año después quedaba culminado el proceso de negociación, redacción y aprobación del texto constitucional. En apenas tres años, tras la muerte del dictador, fallecido el 20 de noviembre de 1975, España había culminado un insólito y admirable proceso de tránsito de un régimen autoritario a un sistema democrático. Nunca se recordará bastante la justa admiración que la hazaña suscitó entre propios y extraños. Pocas veces, en tiempos contemporáneos, los españoles, históricamente inclinados a contemplarse con sentimientos derogatorios, habían sentido con tanta justicia el orgullo que su propia capacidad merecía. Y si alguna, nunca, desde los tiempos imperiales, había suscitado España tanta admiración y envidia como la nacida al observar la existencia de un pueblo que sabía cómo integrarse en el conjunto de las naciones democráticas, tras haber experimentado, durante cuatro décadas, la imposición totalitaria. Y el recuerdo de una sangrienta guerra civil y una agitada república y todo un siglo, el XIX, repleto de desencuentros, frustraciones y enfrentamientos. La Constitución de 1978 fue y sigue siendo el símbolo y la realidad de una ciudadanía que recupera el tiempo perdido para desarrollar una gran historia. Poco será el cuidado que el pueblo pueda dedicar para asegurar su vigencia, proyectar su validez y profundizar en sus normas.

Paula Andrade

Es habitual y justo que al describir los autores de la hazaña se mencionen los nombres de Juan Carlos I, Adolfo Suárez o Torcuato Fernández Miranda, entre tantos otros, cubriendo en su integridad el espectro político que va desde la derecha hasta la izquierda. No menos justo, sin embargo, resulta apuntar lo evidente: fueron ellos, los protagonistas, los que supieron interpretar los anhelos del pueblo español para encontrar, en la reconciliación superadora de las antiguas y sangrientas contiendas fratricidas, el mejor camino para construir una comunidad pacífica, libre y próspera. Ese «consenso» político era la adecuada traducción de un anhelo social mayoritario: crear una nueva realidad que, sin olvidar el pasado, y precisamente para superarlo, elevara un sistema de entendimiento y relaciones en donde ya no cupieran las torceduras creadas por aquellos que, por pretender la posesión en exclusiva de la verdad, estaban dispuestos a suprimir a todos aquellos que de ella no participaran. Bien lo dice la Constitución: «España se constituye en un Estado social y democrático de derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político».

Ese momento germinal tiene un nombre: la «Transición española hacia la democracia». No fue un tiempo fácil ni perfecto, y cabe, siempre, recordar que estuvo continuamente sometido a las asechanzas de los nostálgicos de la derecha, que no dudaron en organizar un golpe de Estado el 23 de febrero de 1981 para interrumpir el proceso, o de los asesinos terroristas del nacionalismo vasco en ETA, dispuestos a verter la sangre de todos los ciudadanos del país para impedir la evolución democrática y para romper la misma existencia de España. Pudo más la sacrificada voluntad de una ciudadanía ansiosa de paz y libertad para conseguir lo que la Constitución les ofrecía, la «indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». Es por ello tan incomprensible como torpe y mal intencionado lo que algunos, en esta complicada hora de España y del mundo, pretenden llevar a cabo: borrar la memoria de la Transición, abolir la Constitución y con ello borrar los que, con rigor, cabe definir como los cincuenta mejores años de la historia contemporánea española. Y el mejor seguro para su continuación. Por ello, en este día de recuerdo y celebración, y también de cuidadosa y firme reafirmación de unas creencias, vienen a la memoria las palabras que Landelino Lavilla, una figura inolvidable de esa «Transición», pronunció en 2006 ante la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas: «¿Tan difícil resulta entender y aceptar que la Constitución de 1978 es referencia y expresión de una sincera y esforzada voluntad de entendimiento de los españoles?...Los que hoy denostan la transición son deudores –en su mismo denuesto– del éxito que niegan o fustigan». Cabría añadir que pertenecen a la abominable raza de los que optan por avivar el recuerdo de los enfrentamientos para explotarlos en su aprovechamiento político y partidista. Y es que el pueblo español merece otra cosa: que en este 6 de diciembre todos a una sumemos nuestras voces para manifestar con fuerza el apoyo a la Constitución y a España. Los cimientos fundamentales de la dignidad colectiva.

  • Javier Rupérez es embajador de España