Igualitaritis
Si lo que gana un empresario se destina al erario, no sé quién se dedicaría a ello, porque la regla de oro de la estupidez humana consiste en sufrir pérdidas sin obtener ningún beneficio a cambio
Reconozco con orgullo haber logrado terminar un libro de Thomas Piketty. Lo había intentado con otros, arrastrado por la curiosidad con la que se jalea, ahora, a este intelectual y la fascinación que despierta en algún buen amigo. De mis anteriores experiencias no guardaba grato recuerdo, por lo soporíferas que me parecían sus observaciones y la innecesaria extensión empleada para plasmarlas. Mi alergia hacia los economistas que hablan a toro pasado, aventurando futuros conforme a criterios proféticos, he de confesar que me lastraron en este caso. De lo que sí me acuerdo, no obstante, es de la apuesta del autor por incrementar los impuestos sin límite. Pero insisto en que nunca, hasta hoy, había conseguido llegar al final de una obra suya.
Lo acabo de conseguir con Una breve historia de la igualdad, en la que este economista galo recorre los acontecimientos que provocaron, a su juicio, la paulatina reducción de las desigualdades sociales, económicas y políticas mundiales en los últimos siglos. Sus consideraciones abarcan desde la evolución que han experimentado la salud o la educación al clásico asunto de la concentración de la propiedad, pasando por la superación de la esclavitud o la justicia universalista, que si no he entendido mal pretende que las antiguas metrópolis sufraguen las penurias actuales de los que fueron sus territorios, cancelando sus deudas externas como compensación al pasado colonial.
Esto último me trae a la memoria una curiosa conversación que mantuve hace años en La Habana con un jerarca castrista. Al recordarle el catastrófico estado de conservación de su grandioso patrimonio arquitectónico, me soltó: «Eso lo tenían que pagar ustedes con su propio dinero, porque estos edificios no los hemos levantado nosotros». Cuando le dije que algo así podría ser factible si se devuelve antes la titularidad de los bienes, me contestó: «Eso no tiene nada que ver, vuestra obligación de protegerlos es igual aunque ya no seáis los dueños». Ni en sueños podría imaginarme que tamaña ocurrencia fuese a encontrar eco en las tesis de relevantes pensadores internacionales.
Piketty sigue empecinado en una progresividad tributaria que no es más que confiscatoriedad. Sus propuestas no explican tampoco de dónde saldrán los cuartos sobre los que operaría su maravillosa imposición, de lo que nada he encontrado en su texto. Como es natural, si lo que gana un empresario se destina al erario, no sé quién se dedicaría a ello, porque ya advirtió Cipolla que la regla de oro de la estupidez humana consiste precisamente en sufrir pérdidas sin obtener ningún beneficio a cambio.
Para este rutilante gurú de la modernidad, la igualdad no puede quedar relegada al mero ámbito de la aplicación de la ley o a la creación de condiciones similares de partida para progresar. Ni parece servirle suficiente que una sociedad sea capaz de generarlas para que cualquiera con su esfuerzo pueda alcanzar el éxito con independencia de su contexto. Su idea no pasa, pues, por el «dar a cada uno lo suyo» de Ulpiano, sino por algo bien distinto que me permitirán calificar como igualitaritis.
Esa enfermedad del igualitarismo tan combatida por Rawls –un autor de referencia al que ni tan siquiera cita Piketty–, desincentiva de forma letal la voluntad personal y resulta, además, inviable en términos financieros, aunque siempre es más fácil proponer castillos en el aire que pisando la realidad. Y ni le merece un mísero párrafo que el sistema vigente, según cálculos de Naciones Unidas, tenga a tiro erradicar la pobreza extrema en el mundo en 2030, una aspiración histórica de la humanidad.
El ánimo de lucro, dentro de un marco que penalice abusos, es una de las más poderosas levaduras con las que ha contado la civilización. ¡De dónde podríamos sacar tantos recursos para el estado del bienestar sin él! El menosprecio que el dinero ganado legítimamente padece en determinados entornos, escasa relación guarda con la idoneidad del modelo económico y bastante más con esta igualitaritis o hinchazón de igualdad cuando se convierte en tóxica ideología populista.
A ver cuándo Piketty se anima a escribir sobre la equidad en lugar de la igualdad. Y sobre la necesaria justicia distributiva o el principio paulino de que no coma el que no trabaje. Ese libro sí que me lo leería de un periquete.
- Javier Junceda es jurista y escritor