La afgana de ojos verdes regresa a casa
A Sharbat Gula, cuyo rostro en la portada de National Geographic se convirtió en un icono mundial, pronto la olvidaron todos. Pero McCurry sintió que había dejado algo a medias. Así que partió en su busca diecisiete años después
Érase una vez un joven príncipe macedonio. Tuvo por preceptor al mayor sabio de su tiempo. Al morir su padre desechó ceñir la corona. Prefirió ajustarse el uniforme de hoplita, una segunda piel desde entonces. Decidido a todo, se comprometió con una monarquía itinerante de los campamentos. Sin otra compañía que una multitud creciente de soldados ni más corte que un puñado de jóvenes generales, también sus amigos al principio. Y se lo juró a sí mismo. No regresaría de la guerra más que con las armas melladas y el escudo deshecho. O quizá sobre él, hecho trizas, como un heroico e inerte guiñapo. Su sueño de gloria obligaba a dormir cada noche sobre el desnudo suelo. Y a olvidar la vaina de la espada.
Nunca regresaría a casa. La muerte le sorprendería joven. Su cadáver apenas presentaba como arrugas las cicatrices de las armas adversarias. En trece años había dado su nombre a más ciudades que años sumó de conquista. Se había coronado faraón en Egipto tras conversar con un dios extraño. Había segado el nudo gordiano de un tajo. Había atravesado el Helesponto. Había sojuzgado al imperio persa. Sin vacilar, había conducido a sus huestes por el ignoto Hindukush, donde, según Kipling, a los desnudos picachos siempre les orla la nieve y donde no hay mujeres más bellas. El autor de El hombre que puedo reinar conoció Kafiristán por la Enciclopedia Británica, pero el joven conquistador había gastado las suelas de su coturno en las aún hoy más agrestes tierras del mundo. Para dar ejemplo, se desposó con Roxana, la hija de un sátrapa local. En aquella esquina áspera y olvidada del mundo se celebraron bodas masivas. Todavía nadie se explica la mansa conformidad con que aquellos aguerridos guerreros cumplieron la orden de su rey. Nadie entiende que, a 6.000 kilómetros del hogar, se entregaran sin rechistar a aquellas lindas flores de las montañas. Kipling dio fe siglos después de los frutos: afganos de cabello rubio y mirada transparente al comienzo de la dominación victoriana.
Érase una vez también un fotógrafo norteamericano llamado Steve McCurry. En 1984 descubrió en un campo de refugiados de Peshawar (Pakistán) a una niña afgana de doce años. Había huido de la ocupación soviética. La pequeña tenía los ojos del color de las esmeraldas. A Sharbat Gula, cuyo rostro en la portada de National Geographic se convirtió en un icono mundial, pronto la olvidaron todos. Pero McCurry sintió que había dejado algo medias. Así que partió en su busca diecisiete años después, internándose en las agrestes montañas del Hindukush que Kipling solo había conocido en las páginas de la Británica. Y dio con ella en la que todavía es la esquina más áspera y olvidada del mundo. Sharbat se había convertido en una anciana de apenas treinta años. Viuda del hombre con el que la forzaron a casarse, había alumbrado a tres hijos y reincidido como refugiada. Hoy, gracias a la compasión del Gobierno de Mario Draghi, la afgana que impactó al mundo ha escapado de los talibanes y reside en Roma. La descendiente de aquellos soldados griegos que rindieron el orbe ha vuelto a la tierra de sus ancestros. Es libre en el territorio más libre del planeta. Aquel de la inteligencia griega que sus remotos abuelos quisieron extender sobre el filo de una espada. El de las leyes romanas. El de la sonrisa de un Niño que aún ilumina el mundo. Más allá de la llamada de la sangre. Más de dos mil años después. Sharbat ha completado el regreso inconcluso de Alejandro Magno. Al fin, la afgana de los ojos verdes ha vuelto a casa.
- Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo