Tricentenario del Emperador Pedro el Grande
Aunque la disolución del imperio soviético, a finales del siglo XX, frenó el expansionismo ruso, vemos aún que la situación internacional presenta facetas muy preocupantes por la torpeza de occidente
El concepto de la institución conocida como Imperio desde tiempos de Roma es el de un poder soberano supremo y ecuménico al que están sometidos el resto de los monarcas. El Imperio romano, fundado por Augusto el año 27 antes de Cristo, se desdobló a la muerte de Teodosio (año 395 después de Cristo) en el Imperio Romano de Occidente (que sobrevivió hasta 476, cuando Odoacro destronó a Rómulo Augústulo) y el de Oriente, que continuó ejerciendo el poder imperial en solitario hasta que, en el año 800, tuvo que compartirlo con Carlomagno y sus sucesores, restauradores del Imperio de Occidente bajo el nombre del Sacro Romano Imperio, situación que se mantuvo hasta 1453, cuando Constantinopla cayó ante los otomanos, tragedia en la pereció Constantino XI, representando la herencia romana el Imperio germánico.
A partir de esa fecha resulta difícil determinar quién encarnaría la herencia imperial legítima. Andrés Paleólogo, sobrino de Constantino XI, vendió sus derechos a los Reyes Católicos, pero no hay constancia de que pretendieran ejercerlos en ninguna instancia, mientras que el Gran Duque de Moscovia Iván III casó (1472) con Sofía Paleóloga, sobrina también del repetido Constantino XI, exiliada en Roma. El Papa Paulo II pretendía convertir a los rusos al catolicismo, pero este proyecto fracasó. El nieto de Sofía, Iván IV el Terrible mantenía que esta abuela le confería la herencia bizantina, e hizo suya una frase lapidaria: «Dos Romas han caído, Moscú es la tercera, y no habrá una cuarta», pero al coronarse Zar (1547) no consiguió que Carlos V, su oponente en la dignidad imperial como titular del Sacro Romano Imperio, lo reconociese como heredero de los monarcas de Constantinopla, situación que se prolongó con los primeros soberanos de la Dinastía Románov.
Pedro I de Rusia logró victorias aplastantes sobre Carlos XII de Suecia. En 1721, por el Tratado de Nystad, Rusia adquirió Ingria, Estonia, Livonia y gran parte de Carelia. El autócrata ruso concibió sueños de dominación en los confines de su creciente reino y, en 1721, se cumplen ahora tres siglos, adoptó la dignidad imperial. Él ya había sido coronado y ungido, pero sacralizó esta nueva situación ciñendo la tiara imperial en las sienes de su esposa, quien, poco después, le sucedería como soberana llamándose Catalina I. Generaciones después de que el primer Emperador de Todas las Rusias coronase a Catalina, seguirían su ejemplo Napoleón, al hacerlo con Josefina, Reza Shah, con Farah, y Bokassa I, con Catherine Denguiadé, la favorita de sus esposas.
Aunque la determinación de Pedro de ser considerado Emperador fue ignorada por las Cortes de Europa, este panorama cambió cuando su hija, Isabel I, consiguió una indiscutible victoria sobre Prusia en la batalla de Kunersdorf, en 1759 y, al año siguiente, las tropas rusas entraron en Berlín. En España, ni Felipe V ni Fernando VI, dieron a los monarcas rusos tratamiento imperial, pero Carlos III, que se lo dispensó a Isabel Petrovna cuando él reinaba en Nápoles, se lo mantuvo una vez que fue proclamado Rey de España (1759). A partir de ese momento, las Cancillerías de Madrid y San Petersburgo no tuvieron problemas protocolarios, salvo la anecdótica guerra mantenida por Pablo I de Rusia y Carlos IV de España entre 1799 y 1801.
El título imperial se devaluó notablemente a principios del siglo XIX, abandonándose la pretendida superioridad sobre los restantes monarcas para valorar únicamente la extensión territorial de cada reino: los turiferarios áulicos titulaban a Carlos IV Rey de España y Emperador de las Indias, Napoleón I se coronó Emperador de los franceses en 1804 y, tras disolver el Sacro Imperio, reconoció a su suegro como Emperador de Austria para que no perdiese su rango protocolario. Luego vimos el imperio del Brasil, el I y el II imperios mexicanos, el pintoresco de Haití, los de China, Japón, Turquía, Etiopía y Persia; en 1870 Guillermo I se proclamó Emperador del II Reich, Victoria I se tituló Emperatriz de la India (1877), Víctor Manuel III de Italia hizo lo propio con Abisinia (1936) y el sanguinario Bokassa fundó el esperpéntico imperio de Centroáfrica con las bendiciones de Giscard en 1977.
La Rusia imperial intentó sojuzgar al imperio turco y conseguir el control del Mediterráneo y de las rutas comerciales que, tras la apertura del canal de Suez, darían la hegemonía al Reino Unido. Las derrotas de Crimea en 1856 y de la guerra ruso-japonesa en 1905 y la subsiguiente Revolución, culminada en 1917, no amainaron las ínfulas imperiales de Rusia y de su heredera ilegítima, la Unión Soviética, crecida tras la victoria sobre la Alemania nazi (1945) y expandida ideológicamente en los cinco continentes gracias al internacionalismo comunista. La suicida contienda de 1914 a 1918 arrasó los imperios de los Hohenzollern, los Habsburgo, los Románov y los otomanos y, antes de acabar el siglo XX, Haile Selassie y Reza Pahlavi perdieron su pomposa titulación de Rey de Reyes en sendos baños de sangre en Etiopía e Irán.
Aunque la disolución del imperio soviético, a finales del siglo XX, frenó el expansionismo ruso, vemos aún que la situación internacional presenta facetas muy preocupantes por la torpeza de occidente (la OTAN y la Unión Europea, fundamentalmente), al tratar asuntos como la independencia de Ucrania y el posterior conflicto de Crimea, o el candente conflicto fronterizo entre Polonia y Bielorrusia. Y es que Putin se considera continuador, trescientos años después, de la labor de Pedro el Grande.
- José Luis Sampedro Escolar es numerario de la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía