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Desmemoria democrática

Hemos de saber retornar a los sabios tiempos en que estos desgarradores asuntos eran cosa del pasado y no se utilizaban irresponsablemente como arma arrojadiza en política

«Hubo en España una guerra que, como todas las guerras, la ganara quien ganase, la perdieron los poetas», se cantaba en la banda sonora de los Botejara, aquella inolvidable serie de Alfredo Amestoy. Este icónico tema y «Libertad sin ira», de Jarcha, fueron los himnos de la Transición, ese prodigio que ingeniamos aquí para pasar página de los encarnizados enfrentamientos que nos condujeron al mayor fracaso colectivo de nuestra historia contemporánea.

Pero no solo los poetas perdieron esa trágica contienda. Hemos olvidado pronto la catástrofe que supuso para España, desangrada por el odio fratricida, que es el peor que hay. Hasta hace poco, aprendimos a convivir con estas dolorosas cicatrices, que han vuelto a cobrar triste actualidad por la insensatez de alguien de cuyo nombre no quiero acordarme. Consumimos de nuevo horas rescatando lóbregos capítulos de esa espantosa crónica de sufrimiento, en lugar de profundizar en su recomendable punto final.

Un joven americano que quería viajar a España a combatir en 1936 le preguntó a su padre por el ejército en que debía enrolarse. «¡Es indiferente, hijito, tú vete y lucha por España!», le dijo. La Guerra Civil fue en realidad eso, un conflicto en el que no hubo bandos sino una única nación arrasada por la inquina ideológica, ciega cuando se empeña en monopolizar espacios que han de ser necesariamente compartidos. Lo que esta calamidad nos dejó no tiene parangón: asesinados, exiliados, desterrados o depurados lo fueron miles de españoles ligados a una u otra trinchera.

Aunque sería tarea imposible la de repasar el abultado registro de personalidades o gentes anónimas que acabaron sucumbiendo al horroroso ensañamiento cainita, déjenme contarles lo que les pasó a tres relevantes juristas de mi tierra. El que fuera presidente del Congreso, el tribuno Melquíades Álvarez, acogió antes de la guerra en su despacho madrileño a dos brillantes pasantes asturianos, Leopoldo Alas Argüelles y Francisco Beceña, que llegarían a ocupar la subsecretaría del Ministerio de Justicia y la presidencia del Tribunal de Cuentas, respectivamente. Pues bien, los tres -maestro y discípulos-, caerían abatidos por el plomo republicano y nacional. Los restos de Beceña, por cierto, reposan aún en alguna ignorada cuneta en Langreo, donde lo remataron.

Lu Tolstova

Detrás de cada una de esas biografías siempre han existido relatos que no se quedan en las fatalidades que protagonizaron, sino que han continuado durante décadas y siguen presentes en sus familias, en inconsolable e íntimo duelo hasta hoy. Por eso harán bien en no olvidarles jamás, por sus fecundas vidas y sobre todo por el drama vinculado a sus últimos alientos.

La memoria pública de estas cimeras o sencillas trayectorias, sin embargo, debiera de mostrarse como lo que es: un ejemplo de lo que precisamos superar como país, porque así se ha hecho con sabiduría y madurez donde han padecido similares tormentos. Ninguna víctima tendría que ser por esa razón considerada de forma diferente, porque la muerte es la justicia que nos iguala, pensemos como pensemos.

Hemos de saber retornar a los sabios tiempos en que estos desgarradores asuntos eran cosa del pasado y no se utilizaban irresponsablemente como arma arrojadiza en política. Dejar atrás esta pesadilla nos ayudará a crecer como sociedad capaz de encontrar consensos en algo tan elemental. Lo contrario nos aboca a volver a reabrir heridas y competir en número de barbaridades perpetradas por ambos contendientes, porque a quienes promueven este sesgado revisionismo de ahora supongo que no les incordiará demasiado que se recuerden las innumerables atrocidades perpetradas en las checas, con las sacas, los paseos y matanzas como la de Paracuellos, o la intensa represión a la que fueron sometidos tantísimos mártires de la fe y simples españoles por limitarse a opinar distinto de sus correligionarios de la época.

Como puede advertirse, retornar a este suicida bucle guerracivilista no tiene el más mínimo sentido. Ni parece sensato reeditar la crispación que nos llevó por la calle de la amargura en la Segunda República, salvo que persigamos con masoquismo repetirla.

Nuestro ayer más infausto tiene que servirnos de inspiración para concentrarnos unidos en los importantes retos del futuro, bajando definitivamente el telón de episodios que dividen y cuya permanente evocación sectaria corre riesgo de acabar otra vez como el rosario de la aurora.

  • Javier Junceda es jurista y escritor