Navidad
La Navidad, sí, es nuestra verdadera patria. La patria a la que queremos que pertenezcan también nuestros hijos, nuestros nietos, nuestros sobrinos
El poeta austriaco Rainer Maria Rilke afirmó que «la verdadera patria del hombre es la infancia». Es, en efecto, durante esta etapa de la vida cuando se forma nuestra noción de hogar, nuestros recuerdos, los sueños que nunca nos abandonan del todo, nuestra nostalgia. Durante la infancia, percibimos el mundo con una densidad que más tarde solo los poetas, como el propio Rilke, consiguen recuperar. Pasamos nuestra existencia adulta en una suerte de exilio, cada vez más lejos de casa, recordando, a modo de fogonazos, los sabores, los olores, los ruidos, el tacto, la luz de nuestra niñez. Ese conjunto de percepciones son nuestra verdadera patria, pero precisamente por ello se cumple aquello que decía en 1867 de los vascos el geógrafo Élisée Reclus: somos «un peuple qui s’en va», todos nosotros. La vida se nos escapa porque irremediablemente se nos escapa la infancia, porque no hay forma de vivir de otra manera que acercándose inexorablemente a la muerte. Nuestro destino común es terminar convertidos en pasado, en recuerdos, primero vívidos, luego difusos, de otros. Y así debe ser. Para que nuevas risas y llantos sepulten los nuestros y obtengamos silenciosamente el descanso.
Mantengamos o no la fe, para quienes hemos nacido en países de tradición cristiana, los referidos al Adviento forman parte de nuestros recuerdos más íntimos, más propiamente nuestros. Por eso, cada Navidad hace que una parte de nuestro ser retorne a la patria perdida. Descubrimos que, en realidad, nunca la hemos abandonado del todo, porque nunca ha salido por completo de nosotros. «Por fin ha llegado esta fiesta santa», escribe el propio Rilke, en una de las cartas que dirige a su madre, «imperturbable a pesar de estos confusos tiempos grises, y se detiene en todas las puertas, y tras muchas puertas aguardan muchos niños su llegada». No hay nadie que no quiera sentirse un niño durante estos días, recibir regalos, sorpresas, atiborrarse de dulces y de sus comidas preferidas, estar alegre o triste, echar de menos, enfurruñarnos o ilusionarnos, como solo los niños saben.
La Navidad, sí, es nuestra verdadera patria. La patria a la que queremos que pertenezcan también nuestros hijos, nuestros nietos, nuestros sobrinos. Por eso los llevamos a cabalgatas, a escuchar villancicos, a ver Belenes o a visitar iglesias. Lo hacemos, aunque las multitudes que abarrotan todo nos pongan de mal humor. Lo hacemos para que ellos también puedan un día transmitir con sus recuerdos esa pertenencia a una patria que se torna invisible el resto del año. Más verdadera, en el fondo, más enraizada en nuestro ser, más definitoria que la de las banderas, las discordias y los ministerios. Una magia callada y tranquila, que ni siquiera el bombardeo de anuncios o las burlas consiguen jamás alterar.
Ya es Navidad, ya estamos de vuelta en casa. Los hogares vuelven a arrullar los ecos de las mismas tonadas y las viejas conversaciones, los alimentos han recuperado otra vez, por fin, el sabor de hace muchos años. Ya puede decirse de nuevo: «Paz en la Tierra a todos los hombres de buena voluntad».
- Iñaki Iriarte es profesor de la Universidad del País Vasco y parlamentario foral en el Parlamento de Navarra