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Ágata Lys y el otro destape

Más grave resulta que se vitupere la gran aventura política de nuestra Transición. Conceder la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III a Pablo Iglesias es su más grotesca consecuencia

«Se ha cambiado el peinado y ha controlado un tanto el balanceo de las caderas. Así, la inolvidable Marilyn de Niágara queda un poco más lejos y ella, un poco más libre». De esta manera presentaba un semanario en 1976 a Ágata Lys, habitual por entonces del incipiente cine del «destape». Su reciente fallecimiento nos devuelve a los momentos iniciales de la Transición, cuando hacía apenas unas semanas que se había inhumado a Franco en el Valle de los Caídos y el primer Gobierno del Rey Juan Carlos, presidido por un titubeante Arias Navarro, trataba de enfilar la senda del cambio político. Se atribuía a un malévolo dossier de prensa presentado a Franco, repleto de muchachas ligeras de ropa, la destitución del ministro Pío Cabanillas; y, con él, la clausura de su apertura política. La inédita escalada erótica en los semanarios de febrero de 1976 poco tenía que ver con aquello. Excedía los márgenes de la política y tolerarla podía indisponer contra el ejecutivo a amplios sectores del catolicismo, entonces mayoritario en la sociedad española. Como no se podía jugar con las mismas armas que en el franquismo, el gabinete trató de encauzar la situación. Negoció con los editores, pero resultó inútil. Al destape erótico no le entró la tiritona y se aplicó la Ley Fraga de prensa, que concedía al Gobierno facultades discrecionales. Varias publicaciones sufrieron sanciones, otras no sobrevivieron a la suspensión administrativa. Entre las últimas se contaron El Papus y Papillón, dos cabeceras editadas por una filial del Grupo Godó y, sin duda, caracterizadas por su chabacanería y mal gusto. A diferencia de estas, la cinematográfica Fotogramas pudo esquivar las multas al argumentar su directora el tratamiento artístico de los desnudos.

Cuadernos para el Diálogo reseñó «los hitos de esta competición» en la que participaron artistas extranjeras como Nadiuska, Verónica Miriel, Ingrid Thulin o Sydne Rome. Todas, por lo general, exhibían bello palmito pero escasos palmos de estatura artística. Entre las españolas troqueladas al natural en el papel cuché destacó precisamente Ágata Lys. Su caso era distinto. Margarita García San Segundo era el verdadero nombre de una jovencita pucelana que, previo paso por el Un, dos, tres televisivo, había protagonizado desnudos en varios filmes. No obstante, exhibía una discreción y una inteligencia poco corrientes. Se expresaba como la universitaria de 23 años que era (había estudiado Filosofía y Letras en Valladolid) y sugería que su carrera progresaba al margen de concesiones miserables. Poco se conocía de su vida privada. Ajena a la pornografía de la intimidad (superlativo de interioridad, según Julián Marías) que hoy nos invade, a la señorita García resultaba difícil achacarle escándalos. No acudía a discotecas ni a fiestas. Cuando no estaba trabajando, prefería leer, pintar y escuchar buena música en su casa. Consciente de a qué le debía la fama (Ágata era «la que daba de comer a Margarita»), sabía también del machismo imperante, pues, según confesaba, entre la cara y la cama solo existía «una letra de diferencia... ¡pero imagínate qué diferencia!». En realidad, ansiaba papeles como los que concedían a Julia Gutiérrez Caba. Y estos no menudearon en su carrera, de apenas un destello en La noche de los cien pájaros (1976), con guion de Garci; y sendas interpretaciones luego con Camus y Saura en Los santos inocentes (1984) y Taxi (1996).

Lu Tolstova

A diferencia de otras musas de la Transición, que hoy se precian de dar sopas con ondas a María Zambrano, Simone Weil, Ayn Rand o Hannah Arendt, Lys esquivó habitualmente toda declaración política. Quizá la Monroe española era consciente de que en aquella etapa, que Areilza caracterizó «de preparación artillera de la libertad», la crítica al poder resultaba mucho más amplia de lo que se nos ha vendido. De hecho, políticos como el presidente Arias o el vicepresidente Fraga fueron zarandeados de manera inmisericorde desde diarios y, sobre todo, revistas. La destitución del primero, y el consiguiente nombramiento de Adolfo Suárez, tuvieron lugar tras un intento de utilizar la figura del Rey como parapeto del inmovilismo. Don Juan Carlos sí quedaba significativamente al margen de los vituperios. La propia oposición, que pronto se sumó al cambio democrático, entendió dónde estaba la principal palanca de la apertura.

Poco queda ya de aquel «destape» erótico. Su mascarón de proa, la revista Interviú, desapareció en 2018. Aquel sarampión, expresivo también de un atávico machismo que cosificó a la mujer con el beneplácito del progresismo patrio, tenía que pasar. Más grave resulta que se vitupere la gran aventura política de nuestra Transición. Conceder la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III a Pablo Iglesias es su más grotesca consecuencia. Según reza en el BOE, a propuesta del presidente del Gobierno, Felipe VI otorga esta distinción al ex vicepresidente como «muestra de Mi Real aprecio» (sic). El ínclito fundador de Podemos lo ha aceptado. ¿Cabe mayor expresión de obscenidad y cinismo? Más merecía la Orden aquella vallisoletana que se tiñó de rubio platino; al menos, por ser consecuente y haber mostrado siempre comedimiento político.

  • Álvaro de Diego es autor del libro El destape de la prensa. Adolfo Martín-Gamero, Primer Ministro de Información y Turismo de Juan Carlos I (1975-1976) (Universitas, 2021)