Cosmopolitismo y papanatismo
Al paso que vamos, me malicio que acabaremos teniendo que agradecer que se presenten aquí expatriados de lo más variopinto para seguir enseñándonos cómo se hace la «o» con un canuto
Los hispanistas extranjeros suman más que britanistas, francesistas o italianistas españoles juntos. Siempre me ha despertado curiosidad este fenómeno, que no sé si atribuir a nuestro déficit cultural o a la indiferencia sobre lo que se cuece allende los mares. Aunque hayamos contado con eminencias que han profundizado en la idiosincrasia de otras tierras –como Salvador de Madariaga con el Reino Unido–, la nómina de personalidades foráneas que han puesto su mirada en España supera con creces a la de los intelectuales hispanos seducidos por la historia, lengua o tradiciones de sus vecinos europeos. No digo que no existan, sino que el número y notoriedad de los forasteros que han venido a ilustrarnos de lo que somos y hemos sido no me parece comparable al de los españoles que han viajado a Londres, París o Roma a contarles a ellos lo que son y han sido.
Razones históricas al margen, como las que apunta Elvira Roca en sus obras, es posible que esa tendencia traiga causa de la fascinación que continuamos provocando en estos eruditos visitantes. Pero lo chocante es que, habiendo ahora tantas instituciones entregadas al estudio exhaustivo de lo español –y legiones de especialistas nativos que queman sus pestañas desentrañando cada detalle–, hayan quedado en el tintero claves esenciales como para que sigan viniendo desde lejos a descifrarlas.
Tal vez esto guarde relación con el papanatismo característico del ibérico, capaz de deslumbrarse con el último que llega por el simple hecho de no ser de donde es él. Esta actitud suele ponerse de manifiesto cuando nos deshacemos en atenciones con los turistas que pasan aprietos con el castellano, en contraposición a lo que hacen con nosotros en otros idiomas y latitudes. Es decir: la pasión por lo ajeno y el desdén por lo propio es típico del español. Como la tortilla de patatas.
Esta misma atracción hacia lo exótico, por cierto, se da incluso en regiones donde ha arraigado la calamidad del separatismo excluyente, conviviendo con el menosprecio al paisano de la provincia de al lado, algo que espero que sepan esclarecer algún día los expertos en extravagancias.
Al igual que sucede con los genios que proyectan luz sobre las tinieblas de ignorancia en que hemos permanecido a lo largo de los siglos, de un tiempo a esta parte la vida pública española se ha ido poblando, asimismo, de lumbreras procedentes de distintos rincones del planeta, que gentilmente nos explican lo que hacemos mal. Y, como ocurre con los hispanistas, les acogemos de inmediato con indisimulado arrobo. Y escuchamos sus especulaciones con interés pese a constituir en ocasiones desvaríos recios, no vaya a ser que nos retiren el carné de «cosmopolitismo internacionalista» al que se refería Gustavo Bueno. O nos tachen de despreciables xenófobos.
Supongo que estas buenas gentes conocerán que ningún natural de España podrá presidir sus repúblicas de origen, al exigirse para ello haber nacido allí. La práctica totalidad de constituciones americanas así lo disponen, por ejemplo, sin que hayan trascendido hasta el momento denuncias de racismo. Aunque los flujos migratorios avancen, las reglas para liderar las naciones siguen donde las habíamos dejado al crearse los Estados contemporáneos.
Al paso que vamos, me malicio que acabaremos teniendo que agradecer que se presenten aquí expatriados de lo más variopinto para seguir enseñándonos cómo se hace la «o» con un canuto. En especial por su generosidad al preferirnos en lugar de a sus países, que estarán seguramente bastante necesitados de sus sabias cogitaciones, pienso yo.
Tras muchos trienios cotizando a la hacienda española, le pregunté en una oportunidad a una perspicaz criolla antillana si le entraban ganas de salir a la palestra a echar su cuarto a espadas. «En mi isla no es costumbre que vengan a pontificar los de afuera», me respondió con su suave acento caribeño.
En efecto, quien aspire a participar en la dinámica sociopolítica de los sitios desde donde vienen a informarnos de lo correcto, advertirá bien pronto la falta de reciprocidad que se ofrece hoy a los españoles en estos asuntos, porque lo que acá aceptamos con esnobismo no nos lo permiten allá por chovinismo… O porque sienten menos complejos a la hora de promover con naturalidad lo de casa, que también puede ser.
- Javier Junceda es jurista y escritor