Mundo viejuno
Ante un panorama así, la alternativa no pasa por no hacer nada. Si nos demoramos en abordarlo, llegará un día en que tendremos todos más edad que Matusalén y pocos nos podrán mantener
En Alemania y Japón ya se venden más pañales para ancianos que para bebés. Se prevé que en 2050 habrá en el mundo el doble de viejos que de niños. La esperanza de vida se ha triplicado desde hace dos siglos, con pronósticos que sitúan a medio plazo en ciento veinte años la edad media al morir. Los avances en ingeniería genética o rejuvenecimiento celular parecen apuntar a esa progresiva prolongación de nuestra existencia, como a diario advertimos en las esquelas. Fallecer hoy a los setenta es considerado hasta prematuro, siendo cada vez más frecuentes las defunciones de personas centenarias.
A estos temas ha dedicado Pascal Bruckner su última obra –Un instante eterno–, dejándonos observaciones interesantes. Sostiene el pensador francés que nos encaminamos hacia un escenario de escasez de muertes gracias a la ciencia y la tecnología. Y que especialistas en inteligencia artificial vaticinan una subsistencia bastante duradera. Revela también que los principales magnates están invirtiendo multimillonarias cifras en tratar de convertir el sueño de la amortalidad en realidad. La séptima fortuna del planeta, el cofundador de Oracle, ha llegado a declarar que tener que palmar le enfurece mucho, «porque carece de sentido». Otros estiman que el envejecimiento será a corto plazo un simple código capaz de descifrarse o hackearse. Se investiga, en fin, para que el término de la vida sea un mero fracaso terapéutico y podamos alcanzar incluso los ciento cincuenta años al final de esta centuria, aunque tal vez lo que se vaya a alargar sea la vejez, pudiendo vivir más tiempo, pero con más achaques.
Una perspectiva de longevidad tan acusada debiera movernos a una profunda reflexión sobre los regímenes de protección social que disponemos. Recuerda Bruckner que el canciller Bismark, padre de la seguridad social, pidió a un estadístico que le calculara la edad de jubilación para que el gobierno no tuviera que pagar nada por las pensiones. «A los sesenta y cinco muere la mayoría», le confirmó. Y a esos años decidió entonces fijar el retiro forzoso. Aunque parezca crudo decirlo, cualquier país estaría dispuesto a compensar a sus trabajadores si se mueren temprano, pero si sobreviven décadas se producirá en sus sistemas de pensiones el inevitable colapso, máxime en naciones con natalidad desplomada, como España.
De ahí que no sea ninguna tontería la propuesta del intelectual parisino de convertir la jubilación en algo voluntario a partir de los sesenta o sesenta y pico años. El final laboral ineludible a partir de esa edad, aparte del roto económico que supone en un contexto de supervivencia creciente, empuja además a «poblaciones enteras de cabezas canosas a volver a sumergirse en el mundo infantil de los parques de atracciones», escribe el ensayista galo, porque el ocio absoluto y obligatorio se convierte en habitual modo de vida para miles de retirados, ocupando buena parte de su tiempo libre en hipnotizarse frente a las pantallas, pese a que puedan destinar horas a otras actividades culturales.
Los chalecos amarillos franceses, por ejemplo, estuvieron nutridos de multitudes de sesentones o septuagenarios en perfecto estado de revista que aplicaron sus mañanas y tardes a liarla en las rotondas, en una reedición del Mayo del 68 pero del pensionista, como señala con ironía Bruckner.
De gran conquista social, la jubilación se está convirtiendo a pasos agigantados en un serio problema tanto para sus propios beneficiarios como para los Estados, que se las ven y se las desean para poder garantizarlas. Unos, por verse abocados a la inactividad en plenas condiciones físicas y mentales para seguir en la brecha, aunque quizá a otro ritmo. Y otros, por el riesgo de que la estafa piramidal reviente y se lleve por delante a quienes han cotizado decenios, porque el método funciona cuando son más los que pagan que los que reciben, y ahora mismo apenas dos trabajadores costean una pensión española, con tendencia clara a empeorar.
Ante un panorama así, la alternativa no pasa por no hacer nada. Si nos demoramos en abordarlo, llegará un día en que tendremos todos más edad que Matusalén y pocos nos podrán mantener. Por eso cabría apostar por la jubilación opcional, para que quien tenga ganas siga en el tajo hasta que llegue el diluvio universal.
- Javier Junceda es jurista y escritor