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La crisis del carácter (y del saber)

La estandarización intelectual que introduce el artículo y su calendarización según periodos administrativos para la valoración curricular actúa, a mi juicio, como un fungicida para los ritmos y rasgos personales de la inteligencia que componen las auténticas biografías intelectuales

Resulta desconcertante la desaparición de personalidades singulares en las universidades y entre las nuevas generaciones de profesores, pero también entre autores, políticos o artistas. Es como si padeciéramos una crisis generalizada del carácter, paradójicamente confirmada por sus excepciones que surgen más de extravagancias deliberadas que de genuinas singularidades creativas.

Como dijo Tocqueville hace casi dos siglos, parece que entre nosotros «los genios son más raros y el saber más común». Esa falta de singularidades señeras en las universidades tiene una explicación, al menos parcial, en el predominio del artículo como texto académico en detrimento del libro y de las dimensiones comunitarias, ágrafas y orales del saber. El discurso oral expresa mejor que el escrito los perfiles personales de la inteligencia, que, a su vez, se ejercitan más en los amplios desarrollos argumentales de los libros que en la tasada brevedad que exigen los artículos y las revistas que los publican.

Lo vio con desapercibida lucidez Thomas S. Kuhn en su Estructura de las revoluciones científicas. Allí describió la normalización de una ciencia –es decir, la investigación colectiva en el marco de unos supuestos aceptados– como el tránsito desde el libro al artículo como texto científico. En los saberes ‘normalizados’, los resultados de la investigación «aparecerán normalmente en forma de artículos breves dirigidos exclusivamente a los colegas profesionales […] que resultan ser los únicos capaces de entenderlos». En cambio, si se trata de un libro, «lo más probable es que el científico que lo escriba encuentre que su reputación profesional disminuye en lugar de aumentar».

De ahí que la estandarización intelectual que introduce el artículo y su calendarización según periodos administrativos para la valoración curricular actúe, a mi juicio, como un fungicida para los ritmos y rasgos personales de la inteligencia que componen las auténticas biografías intelectuales. Las personalidades intelectuales también se forjan en y mediante su manifestación y, por eso, son tan vulnerables al género en el que se expresan, ya sea oral o literario.

Como aquellos mapas borgianos que cubrían el territorio, hoy el currículo ha suplantado a la biografía. En particular el menosprecio de la oralidad de las conferencias, debates y seminarios universitarios, o su malogramiento mediante la discusión de textos con el formato de artículos, opera como la elusión metodológica de las dimensiones personales e inevitablemente temperamentales del saber, su descubrimiento y comunicación. Pero no es un hecho exclusivamente universitario, porque otro tanto ocurre en la política, la vida cultural o la espiritual, donde toda atipicidad de la personalidad es escondida o disimulada como una malformación.

Lu Tolstova

Así que la estolidez universitaria de menospreciar lo magistral (también las lecciones) parece tener su correlato en el espacio político y cultural. Da igual si nos fijamos en discusiones o discursos políticos, en conferencias, declamaciones, homilías o prédicas: en todos los casos las actuales normas de estilo imponen al orador una discreta monotonía que rehúse las pretensiones de la inspiración. En particular los gabinetes de comunicación política ejercen una ventriloquía que acartona a los políticos en la más insípida corrección. Pero, otro tanto imponen las preferencias del público de actos culturales o religiosos: que todo sea dicho sin arrebato y sin pretensión alguna de arrebatar.

El resultado lo anticipó Tocqueville: «Paseo la vista por esta muchedumbre innumerable compuesta por seres semejantes en la que nadie destaca ni por arriba ni por abajo. El espectáculo de esta uniformidad universal me entristece y me hiela la sangre». Tocqueville sostiene que se trata del fruto de la pasión democrática por la igualdad que proscribe toda eminencia singular. De ahí que, añade el tratadista francés, incluso el triunfo literario lo consigan más los autores que gustan con facilidad que los que se admiran con esfuerzo.

Richard Sennett señala la pérdida de los hábitos y ritmos del trabajo artesano como el proceso de desvigorización del carácter y de uniformización general de nuestras sociedades. No obstante, tal vez ese abandono sea síntoma y alimento del origen más nuclear de nuestra crisis: una acedia –tristeza perezosa– del ánimo ante lo exigente intelectual y espiritualmente; una crisis de la magnanimidad intelectual del deseo y la consiguiente debilidad del principio de lo «irascible», que los clásicos identificaban con la fuerza para afrontar el bien arduo. Por eso escasea tanto ese «mal genio» tan frecuente en las personalidades con genio.

Esa acedia se expresa mejor en la hiperactividad inquieta del lector de artículos –breves, muy breves– y de tweets ocurrentes que en la indiferente quietud del ignorante. Nuestra crisis del carácter es la que lleva desde la «studiositas» a la «curiositas», desde el estudio al curioseo.

Por eso, la forma de resistirse a ese achicamiento del deseo del espíritu pasa por afrontar la lectura estudiosa de los clásicos de todas las épocas, y por dejarse disciplinar –como discípulo– por quienes ya han cubierto ese trecho con fecundidad del saber y del carácter. Esa es, efectivamente, la función cultural que la universidad actual ha dejado de cumplir, pero que se puede suplir en buena medida mediante la lectura reflexiva de textos valiosos, la conversación y la búsqueda personal de orientaciones comprensivas.

El espíritu se da la forma de sus obras y de sus lecturas. De manera que, al contrario de lo que pretenden la ciencia y la universidad contemporáneas, y de lo que preconiza la administración estatal del conocimiento, sin una atención preferente a los libros respecto de los artículos, no hay civilización sostenible.

  • Higinio Marín es filósofo