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España y la OTAN: cuarenta años de fructífera compañía

El camino y las convicciones que llevaron a proponer y a conseguir que España formara parte como aliado de la OTAN tenía su origen en una cierta idea del país, llamado a superar de una vez y por todas los erráticos y dramáticos caminos que venía siguiendo desde finales del siglo XIX

Fue hace cuarenta años, el 30 de mayo de 1982, cuando España formalizó su pertenencia a la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Culminaba con ello un proceso relativamente largo y no sin complicaciones que había tenido su primera plasmación práctica en la propuesta que la secretaria de Relaciones Internacionales de la UCD había sometido a la aprobación del I Congreso del partido en 1978: la política exterior de España, argumentaba, debía ser «europea, democrática y occidental». Tras algunas dudas, Adolfo Suárez había decidido promover la adhesión española en los tiempos finales de su mandato y fue Leopoldo Calvo Sotelo el que sometió la cuestión a las Cámaras legislativas. Ambas, Congreso y Senado, dieron su aprobación por mayoría absoluta en octubre de 1981. El Gobierno socialista presidido por Felipe González transitó del inicial «OTAN de entrada NO» al «OTAN en el interés de España» en el referéndum consultivo celebrado en 1986. Los aspectos militares de la participación fueron adquiridos en 1997, bajo la presidencia de José María Aznar, cuando España formalizó su presencia en la «estructura militar integrada» de la Alianza. Madrid fue ese año y por primera vez, la sede de la Cumbre que la organización celebra regularmente. Será en este año de 2022 cuando la OTAN tenga de nuevo a la capital española como sede para esa reunión.

Bajo el franquismo la posición de España en el escenario internacional tuvo siempre como característica el aislamiento. Se trataba de un país alejado del entorno por la existencia de un sistema dictatorial extraño y ajeno al que en la Europa occidental y en el Norte de América primaba desde el final de la II Guerra Mundial. Las relaciones bilaterales de tipo defensivo establecidas con los Estados Unidos de América proporcionaban al Régimen interior un cierto respiro, pero no alteraban en lo sustancial el limbo en el que el país se hallaba situado. Ya durante el último decenio de la dictadura los gestores de la política exterior española quisieron participar en las estructuras europeas y occidentales, la CEE y la OTAN, que formaban la arquitectura fundamental del mundo democrático. Las correspondientes demandas fueron rechazadas con desdén: el sistema político que prevalecía en España le impedía pertenecer al grupo.

Cuando en 1975 muere Franco, la percepción generalizada de la política exterior española arroja una notable paradoja: las izquierdas y las derechas convencionales parecen coincidir en las mismas convicciones antiamericanas y neutralistas para definir el futuro del país en la arena internacional. Era la lógica conclusión de las proclamas «pacifistas» que tenían su origen en Moscú, ávidamente deglutidas por la progresía continental, y producto no menos natural de las limitaciones del franquismo, incapaz de obtener de Washington y de las democracias europeas todo lo que hubiera querido conseguir y refugiado en los brazos del tercermundismo árabe e hispanoamericano. No en vano los primeros pasos de algunos de los protagonistas de la Transición española hacia la democracia ofrecen espectáculos sorprendentes. En 1977 Felipe González visita Moscú y en nombre del PSOE firma una declaración conjunta con el Partido Comunista de la URSS en la que concuerda oponerse a la ampliación de las alianzas militares. Y en 1978 Adolfo Suárez envía una delegación diplomática a La Habana para participar en la Cumbre de los Países No Alineados que tenía lugar en la capital cubana. Ambas ocasiones fueron pronto superadas por sus mismos patrocinadores y protagonistas.

Lu Tolstova

El camino y las convicciones que llevaron a proponer y a conseguir que España formara parte como aliado de la OTAN tenía su origen en una cierta idea del país, llamado a superar de una vez y por todas los erráticos y dramáticos caminos que venía siguiendo desde finales del siglo XIX e integrarse con todas sus consecuencias en una dimensión definida por la democracia, el mercado, los derechos humanos y el Estado de derecho, en un marco de seguridad y cooperación multilateral que tantos buenos resultados había ofrecido para los que lo crearon y expandieron. Se trataba, en definitiva, de lograr lo que parecía imposible: que España dejara de ser el país «diferente» que la propaganda ofrecía a los turistas.

Los cuarenta años transcurridos avalan ampliamente el sentido de la decisión. España en la OTAN ha obtenido respaldo internacional, conocimiento directo de las vicisitudes por las que el mundo atraviesa, seguridad interior y exterior, amplias posibilidades para la modernización de nuestras Fuerzas Armadas y presencia en un mundo que no es, como antes lo fuera, «ancho y ajeno». Son todas ellas, y tantas otras, buenas razones para celebrar este cuarenta aniversario de nuestra entrada en la Alianza Atlántica. Esa organización que contaba con quince miembros cuando España entró a formar parte de ella y hoy integra a veintinueve países de tres continentes.

La Fundación FAES ha querido participar activamente en el recuerdo del instante del 82 organizando unas Jornadas Internacionales para recordar lo ocurrido, analizar lo experimentado, extraer lecciones y conclusiones y proyectar el futuro de España en la Alianza y de la Alianza misma. Para ello ha reunido una notable constelación de diplomáticos, políticos, académicos, periodistas y profesionales de la milicia para llevar a la opinión pública una convicción: acertado fue y sigue siendo el camino. Esta, incluso en sus inevitables claroscuros, ha sido y sigue siendo una buena historia. La que devolvió a España la participación en los asuntos del mundo. Y la que permitió al país dejar de ser «diferente».

  • Javier Rupérez es embajador de España