Lo inclusivo excluyente
Para jugar limpio es necesario no vestir al propio equipo con la camiseta del árbitro, lo que al final se vuelve indistinguible de querer que los árbitros se pongan la nuestra
Cuando la ideología se quiere convertir en sentido común aspira a modificar el lenguaje y con él lo que se puede pensar, sentir y desear. Esa es la intención manifiesta de los atropellos gramaticales que tanto gustan a nuestros revolucionarios con escolta y Ministerio. El lenguaje inclusivo aspira a excluir a quienes no lo usan porque no surge del deseo de incorporar a todos, sino de separar y someter a los discrepantes.
Pero la manipulación del lenguaje es solo un caso del fenómeno más amplio de una supuesta apertura que deja fuera a los que ya lo estaban y a quienes lo critican. Lo cuenta Amin Maalouf, escritor árabe libanés de origen y francés e ilustrado de adopción. Una joven argelina en los Países Bajos intentó mejorar la situación de las mujeres inmigrantes creando un espacio donde se pudieran reunir, recibir formación y salir de su encierro doméstico. Cursó una solicitud de ayudas públicas al correspondiente departamento de la administración del que poco después recibió una negativa justificada en los siguientes términos: «Lo hemos consultado con el imán de su barrio y dice que no es una buena idea. ¡Lo sentimos mucho!».
Seguramente, los funcionarios en cuestión y quienes diseñaron el procedimiento para estudiar las solicitudes de la población inmigrante, se tenían por sofisticados frutos de la civilización más tolerante, multiculturalista e integradora. Pero lo cierto es que al tratar a los solicitantes según las autoridades vigentes en sus etnias o religiones, hacían todo lo posible para evitar su integración, enquistando la inmigración y abandonando los propios principios de igualdad y ciudadanía. De hecho, aquellas mujeres musulmanas fueron tratadas como si no fueran iguales que las mujeres europeas agnósticas, por ejemplo.
El resultado de esas políticas tan avanzadas como para incorporar los atavismos ajenos puede parecer paradójico, pero en realidad guarda una coherencia inconsciente con el fondo de ese pretendido multiculturalismo inclusivo, a saber, que se trata de una disimulada altivez condescendiente. Es tal el complejo de superioridad de su sofisticada tolerancia que no les parece que deban imponérsela a nadie más, ni siquiera en el propio país y al amparo igualitario de las propias leyes. Y así es como la supuesta tolerancia inclusiva se convierte en la simultánea exclusión de los extraños y de los conciudadanos persuadidos de que en los propios principios puede haber mucho de universal y deseable para todos.
Ocurre ahora en nuestros países lo que debió de ocurrir antaño, cuando las poblaciones nativas de todo el planeta vieron desembarcar a pelotones de entusiastas antropólogos que, encantados por haber superado el eurocentrismo, pretendían escrutar objetiva y neutralmente sus culturas aborígenes. Lo cierto es que no había nada más eurocéntrico que la pretensión de poseer un punto de vista libre de las limitaciones de una tradición particular. El relativismo cultural no solo era el más sofisticado y engreído producto del intelectualismo europeo, sino que, además, incluía una altivez mojigata y plañidera.
A estas almas cándidas les habría gustado nacer en la ONU y tener el esperanto por lengua materna. Les estorba el país, la tradición y el idioma en que nacieron y que casi frustran el intachable currículo de su conciencia incluyente y cosmopolita. Parecen creer que, por ejemplo, para respetar a todas las religiones es mejor no tener ninguna, o que para apreciar todas las tradiciones culturales lo mejor es acabar con la propia.
Y otro tanto ocurre con el relativismo moral que pretende garantizar la libertad de todos sean cuales sean sus preferencias, pero que, de hecho, sirve de coartada para que el poder sea el único e irreprochable criterio de lo aceptable. Nadie mejor servido por el relativismo que los privilegiados e influyentes cuyos caprichos y abusos quedan irreprochables ante la indiscernible conciencia del bien y del mal. Son las víctimas y los atropellados quienes precisan de la objetividad de la justicia y de la inequívoca diferencia entre el criminal y su víctima. Y nada de lo anterior cambia en lo sustancial si el poderoso es un individuo o una mayoría.
La afirmación de que el relativismo es insuperable significa, en realidad, la justificación del poder disponible como criterio de lo posible, de lo deseable y de lo realizable. Y de ahí que la ocupación del poder se les convierta en la única garantía de no perecer como víctimas, sino de prevalecer como fuente del criterio sobre lo debido. Por eso, todos los relativistas se transfunden en militantes de ideologías aspirantes a conseguir un poder tan extenso y capilar como sea posible, es decir, estatalistas.
Del mismo modo que hay relativismos dogmáticos, hay democratismos despóticos, y todos ellos son refracciones del progresismo dominante en las sociedades europeas y occidentales. La neutralidad cultural, moral o política no existe, salvo como coartada para imponer los propios puntos de vista avasallando los ajenos. Para ser demócrata no hay que abrazar el multiculturalismo relativista y pandemocratista. De hecho, es más modesto y demócrata quien admite una posición particular derivada de una tradición cultural, política o religiosa concreta, cuya promoción y respeto se defiende, obviamente, pero no se pretende convertir en el orden legal e institucional de su país.
Para jugar limpio es necesario no vestir al propio equipo con la camiseta del árbitro, lo que al final se vuelve indistinguible de querer que los árbitros se pongan la nuestra.
- Higinio Marín es filósofo