Maestro de hispanistas (In memoriam de sir John Elliott)
Sir John Elliott nos ha enseñado a comprender mejor nuestra historia y, al hacerlo, se ha introducido también en la mejor historia de España
No deja de ser una paradoja significativa –ya señalada por Unamuno en 1909– que se llame hispanistas a los extranjeros que dedican su vida académica al estudio de la lengua, la cultura, y la historia de España. Ya en los siglos XVIII y XIX, y de manera apoteósica en el siglo XX, la cultura española parece ejercer una especie de fascinación especial sobre los académicos extranjeros, especialmente de lengua inglesa. Los nombres de los norteamericanos William Prescott, Lewis Hanke, Charles Lummis o Cesar Frank van unidos a estudios señeros sobre nuestro surgimiento al mundo como nación y nuestra proyección iberoamericana. En el Reino Unido, a la fecunda cátedra de Fitzmaurice-Kelly en el King´s College de Londres antes de la guerra, hay que añadir después en Oxford y en Cambridge a Raymond Carr y lord Hugh Thomas, y a Trevor J. Dadson en la Queen Mary –por citar solo a los ya desaparecidos– a los que ahora viene a unirse el maestro Sir John Elliott.
Conoció España a los veinte años, en su viaje de estudios desde Cambridge. Era el comienzo de la década de los 50: anduvo todo un verano en viejos autobuses por caminos polvorientos entre los pueblos del sur y pernoctando en viejas pensiones; lo imagino sorprendiendo a los aldeanos con su inconfundible aspecto inglés: delgado, alto y algo desgarbado, como lo retrató magistralmente nuestro pintor Hernán Cortés. Ya como postgrado empleó otro verano perfeccionando la lengua española en Santiago de Compostela. Vino luego a Madrid a contemplar a fondo El Prado y, desde el primer momento, quedó subyugado por la expresión de fuerza y poderío del retrato ecuestre del conde- duque de Olivares pintado por Velázquez, que había inspirado a Marañón su ensayo sobre La pasión de mandar. Fue –como recordaba con humor en sus últimos años– «un flechazo a primera vista que duró toda una vida» y, tras consultarlo con su maestro, Herbert Butterfield, decidió consagrarse al estudio de la historia de la España moderna, con especial atención a las causas de nuestra decadencia. ¡En buena hora!
Frutos primeros de su pluma fueron en 1963 tanto un libro de síntesis, La España imperial (1469-1716) –hoy ya convertido en un clásico de referencia– como su apabullante estudio monográfico, La rebelión de los catalanes (un estudio sobre la decadencia de España 1598-1640) no superado y reiteradamente reeditado en los últimos años, por razones evidentes.
Tuvo que esperar más de veinte años para culminar su objetivo principal: El conde-duque de Olivares ( el político de una época de decadencia) –publicado primero en inglés en 1983 y luego en castellano en 1986–, monumental estudio no solo sobre el personaje sino sobre toda su época.
Como en La Rebelión de los catalanes, el conde-duque venía precedido por otros estudios de contexto más generales como La Europa dividida (1559-1598) y dio lugar como obra germinal a otros estudios: España y su mundo 1500-1700 (1989) o El Mundo de los Validos (1999). Era su método para hacer historia: compilar el contexto próximo, acumular referencias para el estudio monográfico, guardar y desarrollar las referencias laterales. Para ello, investigaba las fuente directamente, encerrándose en el Archivo de Simancas o en el de la Corona de Aragón: «La historia era todo a mi alrededor en Simancas».
Tenía una manera integradora de ver la historia. Guardo para mí como un tesoro intelectual las irrepetibles tertulias de sobremesa compartidas en Londres con otro gran monstruo del hispanismo y amigo, lord Hugh Thomas, de carácter apasionado tan distinto, y mediadas por mi antiguo profesor Trevor J. Dadson –gran especialista en nuestro siglo de oro y maestro insuperable en la expulsión de los judíos– entonces presidente de la Asociación de Hispanistas de Gran Bretaña e Irlanda. Allí recordó Elliott la distinción del historiador norteamericano J. H. Hexter entre historiadores divisores, aquellos que perciben y señalan las diferencias y subrayan distinciones, y los agregadores, que buscan más las analogías y las conexiones. Aun a riesgo de simplificar, comenté con nuestro consejero cultural Fidel López que ambos maestros encarnaban los dos tipos diferenciados. Así lo comprobamos en los estudios con que ambos contribuyeron generosamente al seminario conmemorativo del tercer centenario Tratado de Utrecht, que organizamos en la Embajada de España en otoño de 2013, y en el que, por cierto, los historiadores británicos consideraron una rémora la permanencia británica en Gibraltar, frente a la posición de algunos españoles con esa tendencia tan de la España de nuestros días de hacerse perdonar lo que nos corresponde por derecho.
De una honestidad intelectual solo comparable a su imperturbable flema británica, el estudio de la historia constituía para Elliott una búsqueda de la verdad de lo que fuera aquella realidad lejana en el tiempo, tratando de comprender como lo veían los ojos de entonces. Solo le descomponían la falsedad y la manipulación históricas, por eso no se dejó utilizar por los nacionalistas cuando lo intentaron en los últimos años y escribió su último libro Escoceses y Catalanes, unión y desunión, subrayando analogías y marcando diferencias.
Vivió para la historia y haciendo historia, como tituló uno de sus últimos libros. Sir John Elliott nos ha enseñado a comprender mejor nuestra historia y, al hacerlo, se ha introducido también en la mejor historia de España.
- Federico Trillo-Figueroa fue embajador de España en el Reino Unido