Sobre las ideologías
Pese a este estúpido atolondramiento virtual, las ideologías siguen vivitas y coleando, aunque hayan vuelto a ser prescindibles para los que andan empeñados en buscar caladeros de votantes desatendiendo sus principios y su Gran Sol electoral
Dice Jordan Peterson, el intelectual más influyente del momento para el New York Times, que la ideología ha muerto. Que la llevaron a la tumba los excesos sanguinarios del pasado siglo, como señala en su último éxito editorial, Más allá del orden. Por eso aconseja abandonarla y afrontar los problemas uno a uno, y solo cuando estén encarrilados tratar de solucionar otros mayores, pero orillando siempre a los idearios.
Al margen de la escasa originalidad del planteamiento –sobre el que han teorizado antes conspicuos pensadores contemporáneos–, llama la atención que la obra del controvertido canadiense se detenga tanto en los beneficios y perjuicios del conservadurismo o el progresismo si lo ideológico es antediluviano, como asegura.
Aunque no sea tarea sencilla la de traducir a los psicólogos cuando se meten en jardines sociológicos –y mucho menos cuando trasladan las reglas que rigen los comportamientos individuales a los de una sociedad–, quiero entender que lo que Peterson rechaza son ciertas visiones ideológicas extremas, que en efecto nos llevaron al despeñadero décadas atrás y amenazan con volver ahora a hacerlo.
Más cristalinas, en cambio, me parecen sus censuras a esas deplorables formas de hacer política basadas en ambigüedades imposibles de combatir en el terreno de lo concreto. Envolverse en los clichés, desde luego, ahorra tener que ocuparse de los cimientos ideológicos de los partidos, que han de ofrecer respuestas sensatas a dilemas específicos, dotándose de herramientas útiles para enfrentar los desafíos cotidianos desde la óptica que sea.
La defensa de la propiedad privada, de la unidad de la nación, de la institucionalidad, de una fiscalidad no confiscatoria, del derecho a la vida, de la economía de mercado o de las libertades, por ejemplo, se convertirían en huecos eslóganes si no vinieran acompañados de medidas a aplicar una vez logrado el poder. Lo que sucede es que en ocasiones no pasan de papel mojado, como hemos visto en la reciente historia de España.
Sostiene también Peterson que es complicado identificar lo que tiene que preservarse o transformarse, al referirse a los pros y contras del pensamiento de derechas e izquierdas. Es indudable que lo que funcionó en el pasado no tiene necesariamente que servir en el presente, pero lo que resulta evidente es que si sabemos que algo produce frutos satisfactorios por más tiempo que pase, es de necios pretender sustituirlo. Solo procede conservar lo que merece la pena ser conservado, escribió con razón Roger Scruton, ya que a nadie en su sano juicio se le ocurre insistir en el despropósito eternamente. De ahí que el conservadurismo acierte cuando emplea el método de prueba y error para comprobar lo que toca mantener o no, porque quien se oponga a cualquier innovación por el mero hecho de serlo o es un cavernícola o un mastuerzo reaccionario.
Las ideas o soluciones modernas no son, sin embargo, ningún patrimonio del progresismo, como está bastante extendido. Es la absurda neofilia o la obsesión por la novedad la que continúa siendo su santo y seña. Y bien se comprenderá que sin sopesar de antemano lo que pueden dar de sí los avances, mal podremos conocer su potencial provecho. Únicamente los cretinos o los temerarios abrazan las reformas sin reparar en sus consecuencias. Y esto nunca podrá achacarse a quien mira y remira las cosas con perspectiva histórica o sentido común, ponderándolas como es debido antes de aceptarlas.
Con todo, contribuye poco a esto último el contexto actual, presidido por apriorismos y la ausencia generalizada de reflexión. Ese es un inmejorable caldo de cultivo para la indefinición ideológica o incluso para su arrinconamiento, reemplazada gradualmente por la personalidad de los líderes, sus ademanes o prosopopeyas. Hasta los tiktoks han alcanzado ya a estos graves asuntos, y si son de diez segundos, mejor que de sesenta.
Pese a este estúpido atolondramiento virtual, las ideologías siguen vivitas y coleando, aunque hayan vuelto a ser prescindibles para los que andan empeñados en buscar caladeros de votantes desatendiendo sus principios y su Gran Sol electoral. Dígalo Peterson o su porquero, sin serias doctrinas detrás, definiendo las líneas maestras de los distintos credos políticos, las democracias degenerarían en simples juegos de rol, lo que algunos llevan años persiguiendo y espero que no consigan por el bien de todos.
- Javier Junceda es jurista y escritor