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Un mes de guerra

¿La impudicia conjunta de soviéticos y nazis –hoy ambos sólidamente representado por Putin– colmará la paciencia del Occidente democrático y conducirá al «basta ya» de la respuesta bélica?

Han transcurrido ya cuatro semanas desde que Putin comenzara la agresión militar en contra de Ucrania y los resultados no pueden ser más evidentes y devastadores en las vidas de los próximos y los lejanos. Nuestras preocupaciones inmediatas registran minuciosamente el horror de la situación, dolorosamente convertida en la primera página de todas las informaciones y en argumento central de todos los comentarios, mientras sentimos en nuestras vivencias cotidianas la realidad o la posibilidad de sus consecuencias en las supervivencias materiales públicas y privadas. De manera que al horror se suma el cansancio y una radical incertidumbre: ¿cómo y cuándo veremos el final de esta tragedia inducida por el presidente de la Federación Rusa?

Donald Rumsfeld, el que fuera secretario de Defensa con George W. Bush, mantenía que en el análisis de cualquier situación conviene distinguir tres estadios. El primero debería concentrarse en precisar lo que «sabemos que sabemos». El segundo iría un punto más lejos al investigar sobre lo que «sabemos que no sabemos». Y el tercero cerraría el ciclo con lo imposible al procurar la investigación sobre lo que «no sabemos que no sabemos».

Si aplicamos la primera regla a la situación creada en Ucrania por las huestes rusas de Putin podríamos alcanzar algunas cuantas y contundentes conclusiones: no asiste ninguna razón para justificar el ataque, claramente dirigido a la ocupación de un país independiente sin que mediara ninguna ofensa o provocación; la acción rusa constituye una violación drástica de todas las normas de derecho internacional establecidas desde 1945, al acabar la II Guerra Mundial y entrar en vigor la Carta de las Naciones Unidas, quebrando de manera irreparable la estabilidad que desde entonces había permitido evitar una III Guerra Mundial; la guerra desencadenada por Rusia contra Ucrania está causando terribles daños humanos y materiales en el país invadido, y entre los cuales se cuentan miles de muertos, millones de desplazados interna y externamente, ciudades e instalaciones industriales destruidas, en una táctica criminal de «tierra quemada»; y el propósito ruso se instala en proyectos similares que van más allá de Ucrania y que con certeza incluyen en la mente del sátrapa del Kremlin la reconstrucción de aquella URSS cuya desaparición en 1991 fue considerada por el exagente de la KGB como «la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX».

Paula Andrade

Si aplicamos la misma regla a las reacciones que la agresión rusa ha provocado en el resto del mundo, podemos indicar que «sabemos» unas cuantas cosas: la Asamblea General de las Naciones Unidas, en un voto masivamente mayoritario, condenó las acciones moscovitas; por su parte los Estados Unidos, la OTAN y la Unión Europea, en una concertación de esfuerzos desconocida desde hace años, ha traducido su apoyo a la Ucrania invadida y a sus rectores en una variada serie de acciones políticas, diplomáticas, militares y humanitarias, bien que evitando una acción militar directa sobre el terreno por el temor a que ello pudiera desembocar en una confrontación generalizada y posiblemente nuclear; la misma concertación internacional ha decidido la aplicación progresiva y contundente de sanciones económicas contra la nación agresora, sanciones que, también lo sabemos, están afectando gravemente a la economía rusa, pero también creando problemas de complicada solución para los países que han decidido aplicarlas, dada su dependencia económica de productos, fundamentalmente energéticos, procedentes del territorio del agresor; y «sabemos» que como consecuencia de sus criminales acciones Putin y el Estado que preside está hoy sometido a un aislamiento diplomático y político, rara vez, si alguna, experimentado por país alguno desde 1945.

«Sabemos que no sabemos» unas cuantas cosas. Por ejemplo si, como dicen algunos expertos militares, las tropas rusas enviadas por Putin no están alcanzando los objetivos que inicialmente se habían marcado: si es asimismo cierto que un cierto número del entorno político económico y militar de Putin está alejándose del autor del desmán; si las ofertas de negociación ofrecidas por Putin y los suyos contienen realmente cauces para el entendimiento o son únicamente pretextos para la confusión y el engaño; tampoco sabemos con exactitud, y no es cuestión menor, si China estaría dispuesta a prestar apoyo a la invasión rusa de Ucrania o si, por el contrario, como dicen ciertos analistas, se mostraría dudosa sobre el alcance y consecuencias de tal aproximación; y no sabemos con exactitud las capacidades de resistencia militar del pueblo ucraniano, o la medida en que han llegado a sus manos los artefactos bélicos ofensivos que han enviado americanos y europeos.

Es difícil enumerar lo que «no sabemos que no sabemos» pero viene fácilmente a la mente lo esencial: ¿cuándo y cómo acabará este horror? ¿Habrá un golpe político o militar que acabe con la vida de Putin, siguiendo la opinión de todos aquellos que mantienen que solo ello podría finalizar con la agresión? ¿Habrá una negociación que, como ya apuntan algunos, convertirá a Ucrania en una nueva Corea, dividida en mitades? ¿O quizás, como ya pasara en agosto del 1939, la impudicia conjunta de soviéticos y nazis –hoy ambos sólidamente representado por Putin– colmará la paciencia del Occidente democrático y conducirá al «basta ya» de la respuesta bélica?

Pero, volviendo al principio, sabemos, debemos y queremos mantener lo esencial: si el resultado de la criminal iniciativa lanzada por el presidente ruso lleva al reconocimiento de resultados políticos, económicos o territoriales obtenidos por la fuerza, y consiguientemente en brutal violación de todos los propósitos y principios recogidos en la Carta de las Naciones Unidas y en el Acta Final de Helsinki, habrá desaparecido el mundo que hemos conocido durante los últimos 77 años. Deberíamos saberlo. Y cuidadosamente considerar sus consecuencias.

  • Javier Rupérez es embajador de España