Semana Santa y Resurrección
Las escenas de la Pasión de Jesucristo en los pasos procesionales de nuestra Semana Santa hacen llegar el mensaje a cuantos quieran mirar, que son muchos y llega hasta a los que, careciendo de Fe o teniéndola disminuida, admiran el arte y la tradición
Hace muchos años, no sé cuántos, como suele pasar cuando ya se viven muchos, presencié una conversación entre dos grandes amigos, ambos cultos, educados y que mantenían una relación entrañable; uno de ellos era creyente y el otro no, pero respetaban la postura del otro con la máxima comprensión y afecto, aunque manteniendo con firmeza sus posturas, y por eso podían hablar de religión y de cualquier cosa y discrepar sin que se planteara nunca problema alguno. En aquella ocasión, el amigo que carecía de fe, comentando el pasaje bíblico en que Abraham se ve compelido a matar a su hijo Isaac, dijo: «Ves cómo todo se entiende mejor sin Dios; el Dios judeocristiano pidió que Abraham sacrificara a su hijo; eso fue una crueldad sin justificación posible». El hombre de fe contestó: «Hay una gran diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; en los Evangelios, cuando se recurre a la parábola, se avisa en el texto que se trata de una alegoría, de un relato ficticio o exagerado para proclamar un principio o hacer una profecía, por el contrario, en el Antiguo Testamento no se producía ese aviso previo y la interpretación literal del texto puede confundirnos», añadiendo, «el autor del Génesis nos interpela con una pregunta inquietante ¿cuál es el mayor sacrificio que puede hacer alguien en favor de otro? Para que respondamos sin dudar que ese sacrificio máximo es entregar al hijo», pues bien, ese inmenso sacrificio, esa entrega de amor sin límites es lo que va a hacer Dios cuando llegue «la plenitud de los tiempos», entregando a su hijo para la salvación de los hombres que la acepten. Aunque estoy seguro de que el amigo no creyente no quedó convencido, la explicación del hombre de fe, que después me confesó que había improvisado sobre la marcha, obligó a su interlocutor, hombre que conocía bien los textos sagrados, a decir «¡visto así!».
Esto es, precisamente, lo que conmemoramos los cristianos en la Semana Santa; el misterio infinito de Dios Todopoderoso, «creador de lo visible y de lo invisible», según proclamó en el credo el Concilio de Nicea que, en un gesto de amor imposible de medir, entrega a su «hijo unigénito» al dolor y a la muerte para lograr con ello una futura ciudad de «Dios con los hombres», esto es, el Reino de los Cielos, que ya no puede entenderse sin la presencia de los hombres.
Para hacer efectiva la redención, todos los teólogos están conformes en que hubiera bastado el más mínimo de los sacrificios de Jesús, pero otro misterio es que se sometió a todos los males que puede sufrir un ser humano; la traición del amigo, Judas Iscariote, el abandono de otros, empezando por Pedro, que le negó por miedo, la injusticia del pueblo, «¡crucifícale!», que le había vitoreado pocos días antes, la indiferencia del poder constituido de la Roma imperial, que abandona el derecho del que era paladín, para consentir la arbitrariedad del Sanedrín, en el que solo dos mantuvieron la verdad y la justicia, José de Arimatea y Nicodemo; después, la brutalidad extrema del castigo corporal, la burla de la soldadesca, la ejecución lenta y dolorosa de la crucifixión, que llevan a Jesús a gritar al Padre «¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!».
Los cristianos españoles y realmente todos, sin excepción, tenemos la suerte de que la imaginería religiosa de nuestro país representa de manera viva y entendible las escenas de la Pasión de Jesucristo en los pasos procesionales de nuestra Semana Santa, haciendo llegar el mensaje a cuantos quieran mirar, que son muchos y que llega hasta a los que, careciendo de fe o teniéndola disminuida, admiran el arte y la tradición y, sin saberlo, pueden estar inclinándose hacia esa recuperación de la fe, que es el regalo de Dios.
Ahora bien, el horror de la Pasión, todo el dolor que lleva consigo, desde el Jueves Santo hasta después de la hora nona del Viernes Santo, que describe Mateo en su Evangelio, con crudeza inspiradora de una música genial, la de Juan Sebastián Bach, el silencio del Sábado Santo, cuando las almas de los seres humanos que desde la creación esperaban la redención, la reciben en ese «descendió a los infiernos» del mismo Jesús, del que nos habla el credo, no podían quedar sin una coronación del misterio de la salvación y esto es lo que se produce en la madrugada del primer día de la semana que, desde entonces, se llamará «día del Señor», la resurrección, que es el destino del hombre y que Jesús anticipa en el espacio-tiempo, en ese primer domingo forjador de la esperanza.
- Ramón Rodríguez Arribas es abogado