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En Primera LíneaJavier Junceda

La Yenka

Es trascendental para los partidos, mucho más lo debiera ser ofrecer a los ciudadanos un buen espejo al que mirarse que responda a pensamientos sólidos que garanticen la prosperidad, capaces de encandilar por su atractivo

Actualizada 01:49

A mediados de los sesenta, dos jóvenes holandeses que habían recalado en Barcelona nos pusieron a bailar sin parar una pegadiza melodía, la Yenka. «Izquierda, derecha, adelante, detrás, un, dos, tres», repetía su estribillo. Por esas mismas fechas, uno de los discípulos de Carl Schmitt, el jurista y sociólogo alemán Otto Kirchheimer –nunca sabremos si inspirado o no en aquella exitosa canción del verano–, pronosticó la progresiva irrupción de partidos políticos a los que les traería sin cuidado la salvaguarda de sus propias doctrinas, entregados a la causa de seducir a votantes de donde sea, aunque fuera en sus antípodas ideológicas.

El presagio del intelectual germano se ha traducido con el paso del tiempo en la expansión por medio mundo de formaciones cada vez más desligadas de sus principios programáticos, obsesionadas por atraer al mayor número de electores, trascendiendo los criterios que debieran defender. Incluso han sido específicamente diseñadas propuestas para presentarse a unos comicios –los metapartidos, que llaman los politólogos–, en los que no resulta posible detectar el más mínimo rastro de idearios identificables con los tradicionales, y sí en cambio una ensalada de planteamientos de aquí y de allá sin demasiado orden ni concierto, al estilo de la Yenka. En América, este singular sincretismo ha hecho fortuna y aún sigue cosechando apoyos, como sucedió durante décadas con el PRI mexicano –que llegó a albergar en su seno desde corrientes socialistas a liberales–, o con el radicalismo argentino, entre otros numerosos movimientos extendidos en buena parte de sus democracias, mezclando sin sonrojo creencias antagónicas bajo unas únicas siglas.

Estas fórmulas responden en todos sitios a patrones similares. El principal consiste en reducir a tope el bagaje ideológico, o incluir en su lugar un extravagante cóctel de modelos contrapuestos y de inviable combinación. Pero también acostumbran a apelar al interclasismo o abrir la puerta a distintos colectivos para servirles de altavoz, subrayando la importancia de algún tema concreto que suscite el interés general del electorado, abordándolo siempre con brocha gorda. En España ya hemos visto lo que dan de sí estas iniciativas, aunque alguna continúe dando la lata y existan otras dispuestas a recoger el testigo.

derecha e izquierda

Paula Andrade

Primas hermanas de estas figuras, e igualmente ubicadas entre los partidos tipo Yenka, se encuentran las autodenominadas opciones transversales, que si bien se proclaman de determinado color político –y hasta engrosan las alianzas internacionales conservadoras, liberales, socialdemócratas o de extrema izquierda y derecha–, adoptan sin embargo posiciones ambiguas para captar votos, aprovechando el despiste de parte del electorado y trapaceando así acerca de sus reales intenciones una vez alcanzado el poder. En contraste con los metapartidos, estos transversales cuentan al menos sobre el papel con aparentes convicciones ideológicas, pero las acostumbran a esconder o relativizar, obsesionados por ese fin justificador de medios que es el triunfo electoral a toda costa.

Los transversales son unos auténticos genios a la hora de abrazar diferentes «ismos», en vez de ponerse a profundizar en sus principios. El feminismo, el ecologismo, el pacifismo, el animalismo, el veganismo, el igualitarismo, el globalismo o el antiglobalismo son hoy algunos de ellos, que sin duda serán pronto reemplazados por otros a medida que atraviesen la célebre ventana de Overton, tras someterlos a la oportuna ingeniería social que los convierta en aceptables ante la opinión pública, pese a que sean por completo insostenibles.

Como se ha visto en la reciente deriva de la quinta República Francesa, las primeras víctimas de estas peculiares tendencias a la Yenka política suelen ser los partidos clásicos que descuidan sus ideologías, cayendo por la resbaladiza pendiente de la coyunturalidad. Cuando dejan de actualizarlas, empleando sus congresos para cualquier otra cuestión, comienzan a cavar su tumba, porque los problemas de una nación nunca se resuelven de forma desideologizada, sino precisamente ofreciendo recetas a partir de esas ideas, tras trabajarlas y ponerlas al día.

Aunque la elección de los líderes adecuados es trascendental para los partidos, mucho más lo debiera ser ofrecer a los ciudadanos un buen espejo al que mirarse que responda a pensamientos sólidos que garanticen la prosperidad, capaces de encandilar por su atractivo. De otro modo estaríamos acentuando el odioso caudillismo, algo que casa regular con una democracia madura y tiene además muy escaso recorrido, como tanto gusta ahora decirse.

  • Javier Junceda es jurista y escritor
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