Hispanounidenses
Resulta inconcebible comprender a los Estados Unidos fuera de la hispanidad. Los hispanounidenses forman parte consustancial de las «Américas», de todas ellas, como así ha sido en el pasado y lo será aún más en el futuro
En pleno Broadway, una señal identifica la calle del Señor Wences, un ventrílocuo de Peñaranda de Bracamonte que triunfó sobre sus escenarios y en la televisión neoyorquina el pasado siglo. Wenceslao Moreno Centeno no es, sin embargo, el único hispano presente en la Gran Manzana. Más de un veinte por ciento de su población es ya «nuyorqueña», como le sucede al resto de la nación, donde las previsiones apuntan a que pronto uno de cada cuatro estadounidenses será de ese origen, hablando hoy castellano nada menos que sesenta y tres millones de personas.
Esta realidad hispanounidense, de todas formas, no debiera extrañar. Un siglo antes de la llegada a la costa de Massachussets del Mayflower, los españoles ya habíamos puesto pie en aquellas queridas tierras, que llegaron a ser nuestras en su mayor parte. Aunque se ha venido ignorando y marginando la gloriosa historia hispánica de los Estados Unidos, es innegable que la Florida perteneció a España más tiempo que a la actual Unión americana. Y que Arizona, y amplias zonas de California, Alabama, Nuevo México, Nevada, Colorado, Utah, Oregón, Idaho, Montana, Georgia, Wyoming, Misuri, Texas, Washington, Kansas, Oklahoma, Luisiana, Alaska o Misisipi fueron posesiones españolas durante largos siglos.
Los Estados Unidos no se fraguaron únicamente a partir de las islas británicas, como dejó dicho con toda la razón el patriarca de sus letras, Walt Whitman. Para describir su idiosincrasia, el carácter español proporciona algunas piezas imprescindibles. Esos eslabones los detalla en El Norte la historiadora norteamericana Carrie Gibson, recorriendo dieciséis hitos de esa intensa huella hispana a lo largo y ancho de aquel inmenso país, desde Carolina del Sur a Georgia, pasando por Arizona o Nueva York. Leyendo su formidable libro, repleto de episodios de colonización relatados con amenidad y rigor, Gibson hace cierta la afirmación de Fernández-Armesto de que EE.UU. debiera ser considerada como un Estado latinoamericano más.
Si la mayoría de los yanquis supieran que España contribuyó con dinero, armas y bienes a la causa de la independencia estadounidense contra Gran Bretaña, tal vez comenzarían a entender que sus avatares están más próximos a los nuestros que a los de la angloesfera. O a similar nivel. Y si conocieran que los edificios de Nueva Orleans no son franceses sino españoles decorados con azulejos o cerámicas levantinas o manchegas, quizá apostarían con mayor ahínco por estas raíces que en ocasiones olvidan.
De todas formas, no todo son malas noticias en este asunto. Al margen de las celebraciones populares que cada año festejan esa condición hispánica de los Estados Unidos, con vistosos desfiles atravesando las principales avenidas o bailes con elegantes trajes de época colonial, desde hace cinco décadas conmemoran oficialmente el mes de la herencia hispana. Esa cita, que fue de una semana cuando el presidente demócrata Jonhson la declaró por ley, se amplió a mensual bajo el mandato del republicano Reagan, llamando a las instituciones a honrar en cada ejercicio el inmenso legado hispano en EE.UU.
Las solemnes proclamaciones que desde entonces vienen haciendo los presidentes norteamericanos en esa emblemática fecha son un modelo de honda querencia hacia el patrimonio hispánico compartido. Algunas de estas intervenciones han pasado a la posteridad, como aquella conmovedora que pronunció el propio Ronald Reagan en la Casa Blanca en 1984, recordando que «nuestra herencia hispana debería hacernos sentir orgullosos a todos los americanos. Honramos a esos varios millones de ciudadanos cuya sola existencia ejemplifica los valores de la familia, el trabajo, el respeto hacia Dios y el amor por el país. Ningún otro grupo de ciudadanos podría estar más orgulloso que los buenos americanos de descendencia hispana. Sus contribuciones han tenido un enorme impacto en nuestra forma de vida, incluyendo valores que han ayudado a forjar a esta patria».
Obama, gran admirador de Reagan aunque de ideología opuesta, insistiría en esa idea en 2016, al remarcar que «los estadounidenses hispanos han tenido impacto en nuestra historia. Sus logros y devoción a nuestra nación ejemplifican la tenacidad y la perseverancia infiltradas en nuestro carácter nacional».
Más allá de las palabras, lo que está claro y confirma la magna obra de Gibson es que resulta inconcebible comprender a los Estados Unidos fuera de la hispanidad. Los hispanounidenses forman parte consustancial de las «Américas», de todas ellas, como así ha sido en el pasado y lo será aún más en el futuro.
- Javier Junceda es jurista y escritor