«Homo yuppie»
No había que ser Hércules Poirot para darse cuenta de que era el dinero y no la filantropía lo que movía el corazoncito de nuestro héroe. Una característica que, desde el principio, me hizo desear su silencio de forma intensa
Hace poco me invitaron a una cena en casa de unos amigos. Íbamos a ser cuatro, pero a última hora los anfitriones nos comunicaron que se iba a unir un nuevo matrimonio; un compañero de trabajo y su mujer. Evidentemente, aunque en principio se trataba de una reunión de amigos íntimos, no pusimos objeción alguna. Soy de la teoría de que siempre es bueno conocer gente nueva. Te da cierta perspectiva.
Llegamos nosotros primero. Nos dimos los correspondientes besos y abrazos, obsequiamos a los anfitriones con un par de botellas de vino y comenzamos a charlar. Fui yo quien preguntó primero por los invitados desconocidos. Al parecer, según me explicó mi amigo Antonio, Rubén García era su jefe directo y un fuera de serie con los números. Aunque de carácter era «un poco especial» (esto lo dijo mirando al suelo), trabajaba de sol a sol y deslumbraba a todo el mundo con su rapidez mental y sus rápidos ascensos.
Cuando por fin llegaron nos alegramos bastante. Los cuatro conocemos nuestra vida más que de sobra y la novedad nos tenía algo excitados. Cuando lo vi por primera vez me pareció una persona relativamente normal: alto, de complexión fuerte (gimnasio mediante), pelo engominado hacia atrás, traje impoluto de Armani, reloj desproporcionadamente grande respeto a su muñeca, zapatos marrones de punta cuadrada, cara ancha, muy moreno y ojos pequeños y miopes envueltos en la última montura de concha de Oliver Peoples. Unos rasgos comunes entre los que destacaba su enorme y desproporcionada nariz. No una nariz patricia al estilo Julio César, sino más bien una narizota chata y vulgar que bien podría pasar por una berenjena.
Tras las formalidades oportunas nos sentamos en el salón. Rubén fue el primero en tomar la palabra (y el último). Sin que nadie le preguntara, comenzó a hablarnos de lo que le había costado la botella de champán que había traído. Según parece había enviado a su secretaria a comprarla porque (esto lo dijo mirándome fijamente a los ojos) «time is money».
No había que ser Hércules Poirot para darse cuenta de que era el dinero y no la filantropía lo que movía el corazoncito de nuestro héroe. Una característica que, desde el principio, me hizo desear su silencio de forma intensa.
Mientras hablaba, Rubén entremezclaba el español con la jerga inglesa del mundo financiero y lo aderezaba todo con muchas siglas. Era algo así: «Tengo un tender TBC cooking. Me han mandado el brochure durante la call y si enviamos nuestro template on time, deal cerrado». Además, cuando lo hacía, siempre nos miraba levantando las cejas y asintiendo, como si todos los presentes supiésemos de qué demonios estaba hablando. Su verborrea no conocía los límites humanos razonables.
Su monólogo giraba siempre en torno a tres cosas: Rubén, dinero y trabajo. En poco más de una hora supe el dinero que tenía Rubén, el dinero que tenía el jefe de Rubén, el dinero que tenía el suegro de Rubén y hasta el dinero que tenía el portero de casa de Rubén. Y cuando acababa con el dinero pasaba a su trabajo. Lo mucho que se esforzaba, lo tontos que eran sus compañeros (excepto Antonio, por supuesto), lo ineptos que eran los administrativos y lo lejos que iba a llegar en el mundo financiero.
No puedo explicarles la cara que puso cuando le dije que yo era periodista de carrera. Me miró con tanta lástima que estoy convencido de que le faltó muy poco para levantarse, darme un beso en la frente y meterme en el bolsillo un billete de cincuenta euros. Me juzgó de inmediato sin opción a réplica por mi parte.
Pasado un buen rato, como pueden ustedes comprender, ya no podía más de Rubén y adopté la cara que ponía de pequeño en clase de matemáticas.
Hasta que, en un momento dado, escuché la siguiente frase: «Me voy a juntar los apellidos. En el mundo financiero si quieres llegar a algo tienes que tener caché. Estoy terminando los trámites».
Aquello captó mi interés. Por fin escuchaba algo interesante:
— ¿Y cuál es tu segundo apellido? —pregunté yo.
— Morcillos
— ¿Rubén García-Morcillos?
—No, no. Eso no tiene tanto renombre. En un principio pensé en ponerme García de Morcillos pero he pensado que da más lustre García de los Morcillos.
Todos, incluida su mujer, nos miramos unos a otros tratando de contener la risa. Sabíamos que no podíamos objetar nada al respecto, pues era evidente que ese era el punto débil de Rubén García de los Morcillos. El genio todopoderoso de las finanzas por fin mostraba su verdadera cara y sus complejos.
Cambiamos rápidamente de tema y yo me sentí bastante más relajado. Tanto que no puse ningún impedimento cuando mi amigo me ofreció tomar una copita. Y así transcurrió la noche. Rubén hablaba y yo le miraba sonriendo y asintiendo mientras me tomaba mi consumición. No entendía la mitad de las cosas que me contaba pero, francamente, me daba igual.
Así como él me etiquetó nada más verme, yo me propuse hacer lo mismo. Fue fácil. Rubén García de los Morcillos era un «homo yuppie» acomplejado e inseguro (mamífero de la familia de los homínidos cada vez más frecuente en las ciudades), cuyo hábitat natural son las torres altas, los restaurantes de vanguardia, los gimnasios y los campos de golf saturados. Se diferencian de otros homínidos porque siempre hablan de sí mismos y nunca escuchan lo que otros tienen que decir. Suelen tratar muy mal a sus subordinados y a los camareros, son egoístas y envidiosos, hacen mucho la pelota a sus jefes y no tienen gusto en el vestir. Para ellos lo más caro es siempre lo mejor y comparan a las personas en función del dinero que tienen o de su posición social. No tienen amigos, solo peldaños.
Si ven alguno, no lo duden, huyan sin mirar atrás.