El perdón de Occidente
Utilizar la óptica del presente para revisar el pasado equivale a querer suprimir de un plumazo cualquier vestigio histórico, del tipo que sea
Occidente tiene la culpa de casi todo, sostienen los que insisten en imponer una corrección política de determinado sesgo. Scruton consideraba a ese asunto prioritario en las guerras culturales que hemos de librar, junto con el imparable avance del islamismo, imposible de combatir con tolerancia al estar penetrado por una profunda hostilidad hacia nuestro modo de vida. Esa estúpida tendencia autoflagelante de ahora que apunta a que siempre somos el origen de todos los males está generalizada entre no pocos occidentales, encantados de escuchar las barbaridades, muchas de ellas inventadas, que han podido haber protagonizado nuestros antepasados.
En lo que atañe al concreto legado hispánico, un simple vistazo al extraordinario atlas que un erudito usuario colgó hace un par de años en Google Maps, permite descubrir la inconmensurable huella de la hispanidad, concretada en infinitas georreferencias sobre universidades, hospitales, templos, fábricas, ciudades fundadas o escuelas. Que en toda esa colosal gesta se hayan producido episodios controvertidos forma parte de la propia evolución de cualquier civilización. No por las excentricidades de Nerón vamos a tener que renunciar a la formidable herencia del Imperio romano, digo yo.
En la Torre de Londres se albergan, junto a las joyas de la corona británica, los potros, cigüeñas y hachas que se empleaban para torturar o decapitar a cientos de personas, entre ellas el gran santo Tomás Moro. Sin embargo, a nadie se le ocurre ocultarlas o hacerlas desaparecer, sino que forman parte de su rico patrimonio colectivo e incluso de sus más preciados reclamos turísticos, como otros hitos de su trayectoria nacional.
Utilizar la óptica del presente para revisar el pasado equivale a querer suprimir de un plumazo cualquier vestigio histórico, del tipo que sea. Eso, aparte de constituir un desvarío recio, resulta además imposible por la elemental razón de que no por eliminar determinados episodios estos desaparecen, sino que en ocasiones reverdecen, retornando a la actualidad. Añádase a ese escenario la artera selección que tantas veces opera en estos terrenos, pretendiendo borrar unos acontecimientos y nunca los de signo contrario, aun cuando pudieran ser igual de ominosos en objetivos términos históricos. Sin duda, cada sociedad ha ido encadenando a lo largo de los siglos sucesos que solo cabe interpretar cabalmente en el contexto en que se produjeron, algo que causa sonrojo tener que repetir.
Reescribir la historia con visión ideológica actual revela, al menos, sectarismo, ignorancia y presunción. Como sucede con la igualdad, transformada en causa urgente y dominante sin dejar espacio a la libertad, los sectarios anhelan hoy catequizar a cualquier precio con sus rancios postulados, reinterpretando el ayer si así se tercia. Ante evidencias que constatan el estrepitoso fracaso de sus ideales, no suelen tener empacho en buscar explicaciones extravagantes o en negar lisa y llanamente que hayan naufragado.
Hay también bastante ignorancia, en ocasiones inexcusable, en estas peculiares inclinaciones modernas a revisitar lo pretérito. Se pide perdón por lo que se hizo o pudo hacerse a los llamados «pueblos originarios», pero sin extenderlo a lo que estos provocaron a sus propios coetáneos o a otros grupos de su tiempo, incluido el canibalismo más atroz o unas crueldades inimaginables. En el plano religioso, se insiste en los pecados del cristianismo en América, haciendo caso omiso de los intensos debates de la Junta de Valladolid de mediados del dieciséis o la ingente obra intelectual, teológica y jurídica de los dominicos de la Escuela de Salamanca en relación con los amerindios, por ejemplo.
Y luego está, claro, la pretenciosidad de los que no dejan de soltar ocurrencias, pretendiendo con ello descubrir océanos archiconocidos. Son los que anhelan pasar a la posteridad tirando de los cuatro lugares comunes que previamente ha colocado la demagogia en el patio público. En vez de reconocer con humildad sus incapacidades, las airean, porque ya se sabe que los ignorantes suelen ser osados.
Occidente no tiene ninguna culpa de lo malo que le ha sucedido a la humanidad. Ha sido justo al revés: durante centurias ha sido su principal motor y eje vertebrador, reproduciendo por el ancho mundo una sensacional forma de ver las cosas que nos ha conducido a nuestros días. Por eso no tenemos que pedir ningún perdón por ello, sino enorgullecernos y celebrarlo con sano entusiasmo.
- Javier Junceda es jurista y escritor