El tufo totalitario
Hay dos características que definen una democracia y la distinguen de un régimen no democrático, a saber: prensa libre (eso que se llamaba libertad de Prensa, y que hoy abarca todos los medios de comunicación, también en el universo digital) y jueces independientes
Lo que entendemos hoy por un sistema de convivencia llamado democracia representativa tiene muchas formas de concretarse: puede ser una Monarquía o una República (como Holanda o como Francia); puede tener carácter presidencialista o parlamentario (como Estados Unidos o como Italia), unicameral o bicameral (como Suecia o como el Reino Unido); las legislaturas pueden durar cuatro o cinco o más (o menos) años; los sistemas electorales pueden ser –y de hecho son– variadísimos, mayoritarios, proporcionales o mixtos en dos o más vueltas, con candidatos unipersonales o mediante listas; con listas de candidatos abiertas, cerradas o bloqueadas; con escrutinios que tengan en cuenta los restos de las sucesivas divisiones, o los cocientes..., sólo se requiere que las elecciones sean universales, libres, periódicas y secretas.
Pero hay dos características que definen una democracia y la distinguen de un régimen no democrático, a saber: prensa libre (eso que se llamaba libertad de Prensa, y que hoy abarca todos los medios de comunicación, también en el universo digital) y jueces independientes. Cada una de estas dos condiciones debe cumplirse satisfactoriamente, o en caso contrario estamos ante una de las mil formas distintas de una dictadura, más o menos disfrazada. Estados Unidos es el país que más se aproxima a este desiderátum; pero en la Europa libre, donde la separación de poderes está en diversos grados desnaturalizada, hay reparos que oponer tanto a la libertad de radio y televisión como a la independencia de los jueces. La televisión privada tardó muchos años en llegar a Europa, donde la televisión y la radio están regidas por el derecho administrativo. En el Reino Unido, cuya BBC es tenida como un ejemplo de independencia del poder, las broncas y los choques de la BBC con el Gobierno son parte del paisaje, y donde no hay choques es porque se mantiene una relación discipular de la RTV pública con el Gobierno de cada país. En cuanto a los jueces independientes, dicen los franceses que «en Francia los jueces son independientes..., siempre que no quieran ascender». Huelgan comentarios. Las triquiñuelas que en la Europa libre se urden para influir y presionar indirectamente a los jueces son variadas y nos llevarían lejos; pero al menos las formas se guardan bastante razonablemente.
En España, la zafiedad es la nota predominante en las relaciones de los Gobiernos socialistas con el mundo de la Justicia, y la cosa viene de tan lejos como 1985, cuando la Ley Orgánica del Poder Judicial estableció las cuotas partidistas para reclutar a los componentes del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), y el vicepresidente del Gobierno Alfonso Guerra, con su habitual sutileza, dijo aquello de que «Montesquieu hace muchos años que está muerto». Las enconadas discusiones entre políticos por colocar a gentes dóciles en el CGPJ con objeto de que promoviesen a magistrados «sensibles» para la Sala Segunda de lo Penal del Tribunal Supremo, a veces llegaron a altas horas de la madrugada cuando hubo vacantes que había que cubrir. Esto me recuerda un chiste que circulaba por las redes recientemente, de un niño que le dice a su padre: «Papá, de mayor me voy a dedicar al crimen organizado». Y el padre, que está leyendo el periódico, le pregunta distraídamente: «¿Sector público o sector privado?» A lo que el niño replica: «Sector público, porque van menos a la cárcel».
Ahora estamos presenciando en España un doble ataque a las notas que caracterizan a una democracia: por un lado, los esfuerzos, ya del todo desvergonzados, para evitar el ingreso en prisión de José Antonio Griñán, expresidente del PSOE y de la Junta de Andalucía, condenado por el escandalazo de los EREs a seis años de privación de libertad por malversación de caudales públicos y 15 años de inhabilitación absoluta. Es interesante comprobar que los argumentos que el ocupante de la Moncloa esgrime para un posible indulto no tienen que ver con el derecho, sino con la política y, más concretamente, con su interés político personal: qué coste político tendría indultar a Griñán solamente, qué coste electoral tendría un indulto a todos los golfos condenados. Por otro lado, la aprobación de un anteproyecto de ley en agosto, precisamente en agosto, que permita establecer la censura previa en las informaciones que, a juicio del poder ejecutivo, sean susceptibles de ocultarse al conocimiento público. Este ataque contra la exclusiva y excluyente resolución judicial, consagrada en el artículo 20, apartado 5 de la Constitución, se podrá disfrazar como se quiera (no sería la primera vez: ya se ha hecho en otras ocasiones y con motivo de otras instituciones sociales, como el matrimonio), pero persistirá pese a todo su tufo totalitario maloliente.