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En primera líneaHiginio Marín

Maestros

En nuestra palabra «maestro» resuena escondida la idea de que enseñar es augurar y entrever lo mejor y lo peor en el destino de lo pequeño y poner remedios o ayudas para que logre su propio auge

Las palabras tienen más importancia de la que solemos suponer y su uso o desuso según los tiempos puede ser muy revelador. Por eso, en el marco de la inauguración de un postgrado en educación, sugerí a los asistentes reflexionar sobre por qué los maestros han dejado de querer que se les llame así y parecen preferir que se les llame «profesores». Desconozco si hay razones de fondo, pero, tal vez sea porque así se ha llamado tradicionalmente a los profesores universitarios y a los de enseñanzas medias y les parezca que de esa manera dignifican su oficio.

Sin embargo, resulta curioso porque en la Universidad se llama «maestros» solo a los profesores que lo son en grado eminente y destacan entre los demás por su magisterio creando escuela o renovando la doctrina. También en los más variados oficios civiles, desde la tauromaquia hasta la albañilería, se ha reservado la condición de maestros para aquellos que no solo podían dirigir a los demás, sino que les superaban en habilidad y saber. La paradoja se vuelve chocante si se recuerda que estábamos inaugurando un postgrado cuya denominación más popular es la de «master» y cuya traducción es la de maestría. Así que podría darse el caso de que quienes querían ser master en inglés prefirieran ser «profesores» en castellano.

Los avatares en el uso de las palabras tienen que ver con gustos y modas. No obstante, las palabras tienen su propia naturaleza, es decir, su historia que si se olvida puede oscurecer aquellas realidades que quería significar. Por ejemplo, maestro procede del latín magister y está compuesto a partir del adverbio magis cuyo significado está relacionado con grande (magno). De hecho, el término «magisterio» es originalmente el antónimo de «ministerio» y se distinguen como la misión de lo grande y de lo pequeño. Así pues, el maestro es el que se ocupa o tiene la misión de lo grande. Pero, como los magister eran los que enseñaban en sus casas a los niños de las familias patricias o similares, hay que concluir que los maestros son los competentes o capaces de lo grande al respecto de los menores.

Adivinar lo grande en lo pequeño, es decir, entrever las potencialidades y perfecciones de las que es capaz un niño hasta hacerlas florecer y que resulten manifiestas, es lo propio del maestro. Pero es también lo que se cuenta que hicieron tres sabios magos con un niño pequeño y pobre al que agasajaron con los dones de los reyes, porque lo era. La vocación de maestro es como esa estrella que guía a través de largos trechos o desiertos y que a veces hay que perseguir sin poder verla, pero que tiene como misión procurar que lo que puede ser grande llegue a serlo.

Que les llamemos «magos» no implica que fueran unos ilusionistas o hechiceros, sino que su don consistía en adivinar lo que no era del todo visible y estaba escondido para los demás. Esa es la sabiduría que emparenta al magisterio con la magia y al maestro con el mago (wizard que en inglés deriva de wisdom, sabio), cuyos dones consisten en adivinar la índole oculta de las cosas y, en este caso, de los niños y sus facultades, de sus talentos colaborando para convertirlos en reales en tanto que capaces de sí mismos.

Lu Tolstova

Hay una palabra castellana cuya polisemia describe bien las dimensiones del magisterio: alumbrar. Alumbra quien pone a la luz lo que antes estaba oscurecido; pero alumbramiento es también sinónimo de nacimiento, de traer a la vida y hacer capaz a lo que tendrá que valerse desde sí. Uno y otro sentido coinciden en que alumbrar es hacer brillar a lo otro revelando su realidad.

Así que el magisterio es la epifanía, o, si se quiere, la luz natural que adivina y hace crecer las grandezas que habitan en lo pequeño. Por eso, el maestro como el jardinero saben hacer crecer desde la certeza de que no pueden sustituir el vigor de lo que cuidan, aunque puedan suscitarlo, alimentarlo y robustecerlo. Ese llevar las cosas a su auge colaborando con sus fuerzas interiores, en latín se dice con el verbo augere, de donde proceden los términos castellanos autoridad, augurio, autor y autenticidad.

Así que en nuestra palabra «maestro» resuena escondida la idea de que enseñar es augurar y entrever lo mejor y lo peor en el destino de lo pequeño y poner remedios o ayudas para que logre su propio auge. No hay maestro sin el saber que coopera para evitar el malogramiento y alcanzar la plenitud de lo que solo puede crecer desde sí mismo. Y en eso consiste la auténtica autoridad que requiere el magisterio y mediante cuyo ejercicio el maestro llega a serlo: hacer crecer. Disminuir o desautorizar a un maestro es privarle de los medios para cumplir su ministerio, su misión: buscar lo grande en la pequeñez del hombre, es decir, en la infancia, pero también en la torcida debilidad e indigencia de lo humano.

Renunciar a ese tesoro escondido en el nombre del propio oficio, «maestro», es ciertamente una torpeza y una pérdida para la autocomprensión. Pero si tiene lugar entre quienes han de enseñar a los más pequeños a encontrar el camino que llevan escrito en sus propios talentos, entonces se convierte también en el peor de los augurios para todos. Hasta podría ocurrir que los significados de la palabra maestro fueran como la viga maestra o la pared maestra que si faltan dejan en precario a todo el edificio de la educación.

Quizás ya haya ocurrido. Al finalizar aquella breve disertación de quince minutos, algunos colegas profesores del postgrado universitario en educación, opinaron que había resultado incomprensible.

  • Higinio Marín es filósofo