Las primeras pistas
El esperpento que estamos viviendo hoy es la consecuencia de un proceso de degradación de hace bastante tiempo, prácticamente desde la publicación misma de la Constitución en 1978
Nos asombramos de la rapidez con que se han sucedido los pasos de putrefacción de nuestras instituciones y, en general, de degradación de nuestra vida pública, pero las cosas no se han desarrollado tan rápidamente como nos las presentan los medios, sino que tienen raíces más profundas, probablemente desde hace decenios, y es ahora cuando sus consecuencias han llegado al poder político y nos producen esta sensación de velocidad, no sólo en España, sino que abarcan a todo el Occidente basado en raíces filosóficas y jurídicas grecorromanas e inspiración religiosa judeocristiana. Los estudiosos muestran cierto acuerdo en situar las primeras manifestaciones de este giro en nuestra civilización en la revolución sexual de los años sesenta del siglo pasado, pero aun aceptando estas interpretaciones, y por no perdernos en generalizaciones impropias de una modesta columna como esta, detengámonos en la observación de la situación política española y adaptemos la pregunta vargallosiana que hacía preguntar a Zavalita cuándo se jodió el Perú: ¿cuándo se nos jodió la democracia? ¿Cuándo tuvimos los españoles las primeras pistas de lo que se nos venía encima en forma de leyes disparatadas, analfabetos funcionales (y analfabetas, claro) ocupando altos cargos, ignorantes enciclopédicos con responsabilidades económicas, culturales, educativas, de todo orden?
El esperpento que estamos viviendo hoy es la consecuencia de un proceso de degradación de hace bastante tiempo, prácticamente desde la publicación misma de la Constitución en 1978, que perdió su virginidad en el referéndum andaluz de 1980, cuando menos de la mitad del censo electoral de almerienses –en contra de lo que expresamente dicta la Norma Máxima– reclamaron que Andalucía fuese considerada una comunidad autónoma con arreglo al artículo 151 y no el 143. Aquella violación de la Constitución fue la comprobación de que su texto diría lo que se quisiera, que ya se encargarían los políticos de arreglar cualquier desaguisado cuando les conviniese. En efecto, se hizo una chapuza convalidante de la alcaldada, y ya se supo que había luz verde para hacer cualquier cosa en el futuro. Y participaron del enjuague todos los partidos, e incluso los medios –yo mismo no me exceptúo– consintieron de buena gana el atropello, porque nadie tuvo en cuenta que la razón de Estado es la que usan los políticos cuando el Estado no tiene la razón.
Desde entonces ha habido varios momentos estelares del Tribunal Constitucional: cuando el despojo de Rumasa, el TC esgrimió dos argumentos destacables para certificar la constitucionalidad del atropello: que la expropiación por decreto-ley no afecta al derecho de propiedad (!), y que el Gobierno ya había dicho que no lo volvería a hacer nunca más (!!). Dos argumentos envueltos en un montón de páginas perfectamente ahorrables, pero que encubrían la almendra del asunto, que era dar carta blanca al Gobierno que había arrasado en las elecciones del otoño anterior.
El Tribunal Constitucional ha tenido otros hitos preparatorios de lo que hoy estamos viviendo: las sentencias sobre la despunibilización (perdón por el palabro, pero no fue una «despenalización», sino la excusa absolutoria que impedía a los jueces entrar a investigar lo que se mantenía como ilícito penal) del aborto provocado; el «matrimonio» entre personas del mismo sexo (el TC, como los niños: ah, la Constitución no dice que el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio «entre sí», se siente); la recluta de los integrantes del Consejo General del Poder Judicial (el propio TC advirtió que sería inapelablemente inconstitucional el sistema de cuotas entre los dos grandes partidos, cosa que ocurrió desde el día siguiente con toda desvergüenza y sin ninguna consecuencia), y otras perlas que ahorro citar en gracia a la brevedad de estas líneas.
Las tres primeras pistas citadas se produjeron en el primer y único mandato del ilustre profesor de ciencia política Manuel García Pelayo como presidente del Tribunal Constitucional, recién regresado de su exilio voluntario en Hispanoamérica. Él sí que vio claro por dónde iba a transcurrir nuestra vida pública tras las elecciones que hundieron a la UCD y dieron al PSOE 202 de los 350 diputados, las declaraciones de Alfonso Guerra sobre la muerte de Montesquieu y las perspectivas de que el Felipato (en feliz expresión de Víctor Márquez Reviriego) se prolongase muchos años; además, tenía motivos para sospechar que el Partido Popular haría causa común con el PSOE en cuanto a repartirse los turnos de poder. Avergonzado, García Pelayo dimitió en 1986 sin agotar el período de nueve años para el que fue elegido, volvió a su exilio venezolano, y allí murió.
Añádase a lo expuesto que en el conjunto de Occidente prosperaban –y todavía prosperan– los intentos de inaugurar lo que algunos han llamado la «era post-cristiana», y tendremos algún material para la reflexión.
- Ramón Pi es periodista