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En Primera LíneaJavier Junceda

El arte de juzgar

Presumo que la única salida que queda para erradicar esos odiosos males de los que habla Sancho Gargallo pase por cuidar al máximo de la selección y formación de los jueces

Para ser un buen juez no solo es necesario conocer el Derecho, sino también contar con sensibilidad y sentido ético para saber encontrar una solución justa. Los recurrentes debates que suscita la elección de magistrados del Tribunal Constitucional o de los vocales del Consejo General del Poder Judicial debieran centrarse más en esa triple condición, algo que no siempre sucede. El examen de idoneidad suele focalizarse en los conocimientos técnicos, o en la trayectoria profesional de los candidatos, haciendo caso omiso a esas otras cruciales capacidades, de las que dependerá en gran medida el acierto en sus decisiones en los altos órganos colegiados de los que formen parte.

Sobre este decisivo asunto ha vuelto a insistir Ignacio Sancho Gargallo, en esta ocasión en su extraordinaria lección con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa de la Universidad de Zaragoza. Sancho, como nos tiene acostumbrados, recorre con precisión de cirujano los diferentes sesgos cognitivos que ha de lidiar todo juzgador, y que pueden comprometer de forma decisiva su tarea, que tendría que estar presidida por la imparcialidad. Muchos de ellos son vicios impermeables a los mecanismos procesales establecidos en las leyes, como la abstención o recusación, y desembocan tantas veces en enjuiciamientos preñados de subjetividad, si no son antes atajados como es debido.

Los nocivos prejuicios que enumera el ilustre jurista aragonés van desde el efecto de la primera impresión a la predisposición favorable o negativa de las pretensiones de quienes se parecen o diferencian del propio juez, incluyendo hasta la estética del justiciable. Pero tal vez el sesgo más común de todos, especialmente cuando se trata de importantes magistraturas, sea el llamado de afinidad, y en particular cuando este es de naturaleza ideológica.

Ni que decir tiene que cualquier juzgador, por más preparación que atesore, puede echarla a perder si incurre en esa tosca desviación, máxime tratándose de cuestiones jurídicas a resolver con importante carga sociológica. De ahí que sea recomendable en esos supuestos elegir a togados en los que el riesgo de incurrir en parcialidad sea mínimo, por no haber participado activamente en la vida política o haber silenciado sus criterios sobre materias controvertidas, porque ha de recordarse que los jueces solo hablan por sus sentencias.

Lu Tolstova

La realidad, sin embargo, discurre hoy por otros derroteros, trasladando al corazón del poder judicial los equilibrios electorales, escogiendo a quienes no sólo pueden caer en la tentación partidaria, sino que se tiene la entera seguridad de que no dudarán en deslizarse por esa peligrosa pendiente cuando se tercie.

Aunque Montesquieu continúe muerto, digo yo que algo habrá que hacer para resucitarlo, apuntando a fórmulas capaces al menos de atenuar ese peligro de arbitrariedad de corte político que se cierne a diario sobre el mundo jurisdiccional, erosionando la sabia división de poderes diseñada por el barón y minando el principio de legalidad en que se asienta nuestro Estado de derecho.

Tal vez una solución sea la mejora de la construcción legal, así como el más rígido sometimiento de los jueces a las reglas de interpretación de las normas y de la valoración de la prueba. Qué duda cabe que con leyes mejor hechas, en las que existan menos incertidumbres y reine la claridad, la función de aplicarlas no deba encontrar dificultades añadidas. Y lo propio sucedería con unas pautas más estrictas en lo tocante a la exégesis o la fase probatoria, limitando el rol del juzgador en ambos extremos, tratando de acotar al máximo su fuerte discrecionalidad actual.

Con todo, y como ese desiderátum legislativo tampoco está ahora sobre el tapete, presumo que la única salida que queda para erradicar esos odiosos males de los que habla Sancho Gargallo pase por cuidar al máximo de la selección y formación de los jueces, velando porque adquieran esas tres virtudes cardinales a las que me refería al inicio y anota en su formidable disertación el prestigioso magistrado zaragozano del Tribunal Supremo.

O hacemos eso o confiamos a la inteligencia artificial que se ocupe de juzgar sin esas pasiones connaturales a la condición humana, algo que ya está en curso en algunas naciones y que pronto podría convertir en cierto aquel quimérico anhelo clásico de ser gobernados por leyes y no por hombres.

  • Javier Junceda es jurista y escritor