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En Primera LíneaJavier Junceda

Más que algoritmos

La degradación de la naturaleza humana que procura el reduccionismo biológico o genético, junto con los envites de aquellos que aventuran un mañana cibernético que nos esclavizará, deben hacernos reaccionar

La irrupción de la inteligencia artificial, a lomos de quienes ansían horizontes empresariales en los que solo existan ingresos y de aquellos otros para los que la persona es apenas materialidad, constituye una seria amenaza. No estamos ante el descubrimiento de la rueda o de la imprenta, que procuraron al hombre una ayuda extraordinaria para su vida o trabajo, sino ante algo concebido para desplazar por completo al ser humano. Para Lovelock, el futuro será el de fábricas en las que únicamente habrá un operario y un perro. El primero tendrá como tarea la de alimentar al can y este la de vigilar que aquel no toque ningún botón.

Lo más curioso de este asunto es que todo ha sido diseñado por su principal víctima. En lugar de ponerlo bajo su control, está dejando que le someta hasta convertirlo en pieza de museo, porque llegará un día en que habrá centros de interpretación en los que se exhibirá a individuos abordando sus cometidos habituales antes de la invasión algorítmica.

Esto recuerda bastante a la clonación de la oveja Dolly. Pero, a diferencia de ese controvertido hallazgo, el que nos ocupa no está suscitando demasiados debates ni reacciones legales en la mayoría de los países. Asistimos al fenómeno como algo que tiene que pasar por la natural evolución de las cosas, sin detenernos en el atolladero al que conduce, de colosales magnitudes en los más distintos ámbitos.

Asimov fue de los pocos que advirtió lo que se nos venía encima si no embridábamos estos avances y los sometíamos a unas reglas éticas mínimas. Sus elementales tres leyes de la robótica, alumbradas hace más de ochenta años, apuntaban a la raíz del problema. «Un robot no puede dañar a la humanidad o, por inacción, permitir que la humanidad sufra daños», era la primera norma. «Un robot debe obedecer las órdenes que le den los seres humanos, excepto cuando tales órdenes entren en conflicto con la primera ley», era la la segunda. Y, en fin, «un robot debe proteger su propia existencia siempre que dicha protección no entre en conflicto con la primera o segunda ley». Por lo que estamos viendo, lo último parece discutible, dada la estúpida primacía que otorgamos a unos inventos que debieran servirnos para mejorar nuestra actividad pero nunca para acabar con ella.

Lu Tolstova

En sus tres formidables conferencias en Princeton sobre la naturaleza humana, refundidas después en un magnífico ensayo, Roger Scruton sale al paso de esa tendencia suicida de devaluar al hombre para convertirlo en un mero producto de la biología o la genética, subrayando solo su condición animal. Detrás de esa concepción depreciadora está también el reconocimiento extendido de que la inteligencia humana es muy inferior a la artificial, motivo por el que debe cederle su espacio.

Quien así piensa olvida que nuestras facultades más elevadas, como la moral o las emociones interpersonales, no pueden explicarse ni desde una perspectiva etológica ni poniéndolas en contraste con las capacidades de un sistema informático. Ni somos primates ni criaturas inferiores a las máquinas, sino seres que conviven en libertad y se organizan mediante criterios morales después llevados al derecho, algo que ningún otro animal puede concebir ni ser sustituido tampoco por algoritmo alguno.

Ni la ciencia ni la técnica tienen el monopolio del conocimiento, como sostiene Scruton. Aunque seamos complejos productos de ADN, somos mucho más que eso. Reímos, algo que no hace ningún otro animal ni aparato, y desarrollamos aptitudes imposibles de sustituirse por mecanismos artificiales, como la piedad, el amor, la pena, la responsabilidad, el sentido común, la admiración, el altruismo, la contemplación, la generosidad, el compromiso, el honor, el valor, la virtud, la alabanza, la culpabilidad, la belleza, la gratitud, el perdón, la bondad, la conciencia o el sufrimiento, entre un larguísimo etcétera. Y existen también sentimientos irreproducibles por artefactos o criaturas irracionales, como la envidia, la crítica, el odio, el resentimiento, el cinismo, el remordimiento o la indignación.

La degradación de la naturaleza humana que procura el reduccionismo biológico o genético, junto con los envites de aquellos que aventuran un mañana cibernético que nos esclavizará, deben hacernos reaccionar, si no queremos sucumbir a célebres distopías que corren el riesgo de hacerse pronto realidad.

  • Javier Junceda es jurista y escritor