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En Primera LíneaJavier Junceda

Arraigo democrático

Nos ha faltado, como hacían nuestros mayores cuando venían visitas de postín a casa, «sacar la plata» para que se aprecie la alta categoría del anfitrión

Tiene bemoles que nos vengan a decir ahora, sesgadamente, cuál es o deja de ser la memoria democrática de España. Y mucho más que la circunscriban a la Segunda República. Aquí aprobamos –¡en 1520!– la primera Constitución del planeta, la Ley Perpetua de Ávila, que inspiró por cierto a los constituyentes de Filadelfia, liderados por George Washington. También hemos sido pioneros al estrenar unas Cortes, las de León en 1188. Y hasta fuimos los precursores de las elecciones generales legislativas por sufragio universal, las convocadas en 1810. Términos como «liberalismo» o «ciudadano» son una genuina construcción ideológica y jurídica española, extendidos luego por toda la faz de la tierra.

Causa auténtico rubor tener que recordar que La Pepa gaditana tuvo igualmente la mayor de las influencias en las cartas políticas de la emancipación americana, reproducida incluso en sus articulados. Su defensa de los Derechos Humanos, teorizada siglos antes por los sabios de la Escuela de Salamanca, continúa estudiándose como una de las más antiguas huellas de la decencia democrática mundial.

No somos, por consiguiente, ninguna «joven democracia», como con acierto sostiene en su última obra Santiago González-Varas. Llevamos mil años tejiendo una admirable cultura legal que ha cruzado océanos y contribuido a afianzar una hispana forma de hacer las cosas reconocible en los cinco continentes por su respeto a principios que ya son universales. Las Partidas, las Leyes de Indias, o la ingente producción intelectual de preclaros españoles como Jovellanos, Campomanes, Argüelles, Martínez Marina o el padre Feijoo, entre otros muchos, resultan parangonables, sino superiores en dimensión y repercusión, a las normas fundamentales y autores venerados en las más distinguidas naciones.

Siendo esto así, ¿cómo es posible que Estados Unidos, el Reino Unido o Francia sigan siendo considerados por encima en lo que a tradición democrática se refiere? Desde luego, nos dan mil vueltas a la hora de sacar lustre a sus hitos o testimonios más sobresalientes, pese que tengan, como en todos sitios, sus luces y sombras. Han sabido subrayar con maestría los avatares de sus personajes y momentos militares singulares, pero sin olvidar tampoco a los civiles, vinculados a su evolución política.

Lu Tolstova

Nuestra Constitución de Cádiz de 1812 nada tiene que envidiar a la Revolución Francesa, por ejemplo. Ambas constituyen dos de los sillares más imponentes en que se ha asentado la democracia en cualquier lugar hasta hoy. Y Voltaire o los padres fundadores de la Unión Americana son del nivel de los patricios españoles antes citados. Hasta Salvador de Madariaga consideró a don Quijote un abanderado de la causa democrática al liberar a los galeotes. Lo que nos ha podido fallar, como apunta con perspicacia González-Varas en El arraigo de la democracia española, es convencernos de que esto es así, sacudiéndonos de una vez el complejo de inferioridad que arrastramos en esta cuestión y en tantísimas otras por el estilo.

Una buena muestra de lo que defiende Varas lo revela la monumentalidad con que suelen recordarse en esos Estados sus crónicas y héroes memorables. El Monte Rushmore, el Memorial a Lincoln, el empaque institucional londinense o el majestuoso encanto arquitectónico parisino, con su Panteón repleto de protagonistas ilustres de la República, revelan un orgullo patrio que trasciende generaciones, proyectando una «marca-país», como gusta decirse ahora, de impoluta trayectoria democrática traducida luego en beneficios de imagen incalculables en el escenario internacional.

España, contando con similares antecedentes, no ha sabido o querido aún bruñir sus glorias como es debido. Y esta circunstancia, unida a la ausencia de un cultivo educativo serio y continuado de nuestros tesoros históricos desde la infancia, como proponía el krausismo para afianzar la democracia, desvanece cualquier idea que considere a esta nación como un viejo territorio en el que las libertades han ido consolidándose desde la noche de los tiempos, con los altibajos naturales que se experimentan en cualquier otra latitud.

Nos ha faltado, como hacían nuestros mayores cuando venían visitas de postín a casa, «sacar la plata» para que se aprecie la alta categoría del anfitrión. De ahí que tengamos en este asunto una asignatura pendiente, que bien podría comenzar a superarse potenciando ese gran desconocido que aún es para muchos el madrileño Panteón de España, convirtiéndolo en la verdadera referencia de nuestra inconmensurable memoria democrática.

  • Javier Junceda es jurista y escritor