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en primera líneaGonzalo Cabello de los Cobos Narváez

Generación perdida 2.0

La palabra frustración debería ser la palabra que nos defina. Somos una generación que nació creyéndose ganadora y que morirá siendo perdedora

Durante estos últimos meses me ha dado por releer a Ernst Hemingway. Sus libros desprenden algo que echo mucho de menos en la literatura actual. Quizás es la honradez de su prosa lo que la hace tan especial para mí. Ese olor aventurero y trágico que considero totalmente único.

Entre sus novelas, París era una fiesta figura como una de mis favoritas. En ese interesantísimo relato autobiográfico, ambientado en el París de los años 20, Hemingway narra cómo, sin mucho dinero y con grandes dosis de alcohol y trabajo, pudo hacerse un hueco en la escena literaria parisina y compartir andanzas nocturnas y tertulias con algunos de los grandes genios de la que hoy conocemos, gracias a la aportación de Gertrude Stein, como «generación perdida».

Llevo años preguntándome de forma casi obsesiva qué es lo que llevó a Hemingway a acabar con su vida tal y como lo hizo. Qué impulsó a un hombre de enorme éxito y naturaleza tan sensible a perderse por el camino de la desesperanza y acabarlo abruptamente volándose la sesera con una escopeta de caza. ¿Qué hizo mal Hemingway o qué hicieron mal los que le rodeaban?

Después de esa reflexión, inevitablemente siempre acabo en el presente. No solo por la cantidad de suicidios que hay en la actualidad, las estadísticas no paran de aumentar año tras año, sino por la angustia que, según creo, asola a mi generación y que, desgraciadamente, no solo no tiene visas de arreglarse, sino que mucho me temo que va a empeorar.

Nuestros padres, con mayor o menor fortuna, tuvieron grandes oportunidades para prosperar y así nos lo hicieron saber. Obtuvieron su primer trabajo sin demasiada dificultad y, gracias al sueldo decente que ganaban, consiguieron comprarse una casa y formar una familia. Sus grandes aspiraciones no tardaron en llegar.

Y claro, mi generación observó todo aquello y simplemente lo dio por hecho. Pensamos que, si nuestros padres lo habían conseguido con relativa facilidad, ¿cómo iba a ser posible que nosotros no lo lográramos treinta años después? No tenía ningún sentido pensar lo contrario. Los anuncios de la tele, las pelis que veíamos, nuestros amigos, nuestros profesores… Todos pensaban que iba a ser así.

Pero luego comenzaron a sucederse los desastres. Nada más salir de la universidad nos encontramos con la mayor crisis económica que el país y el mundo haya conocido en su época moderna. Ni había trabajo ni había dinero. Y si lo había era en condiciones de precariedad absoluta.

Lu Tolstova

Nosotros, como antes hicieron nuestros padres, habíamos cumplido con nuestra parte del pacto, pero de repente nos dimos cuenta de que la miseria de sueldo que nos pagaban nos llegaba como mucho para tomarnos alguna copa los fines de semana. Mientras nos arrastrábamos por la vida como si tuviéramos quince años, pensábamos «a mi edad mi padre ya tenía una casa y dos hijos». Algo estaba fallando.

Llevábamos tanto tiempo escuchando frases como «si quieres, puedes» o «no tienes más que soñarlo para conseguirlo» que, de repente, no entendimos qué estaba sucediendo. ¿Éramos nosotros? ¿Eran nuestros padres los que nos habían mentido? ¿Era el sistema?

La realidad es que mi generación no ha sido capaz de ganar dinero. Cada vez que lo hemos intentado nos hemos dado de bruces con la realidad. La primera crisis que vivimos la pudimos sortear con mayor o menor fortuna. Nos apretamos el cinturón durante unos años en el que el dinero no era tan necesario, la mayoría vivíamos en casa de nuestros padres y empezábamos con nuestros primeros trabajos, cuando los efectos de la crisis escamparon y, por fin, comenzamos a poder salir adelante. De repente pudimos irnos a vivir con amigos, viajar a lugares lejanos y hasta comprarnos un coche. Rondábamos ya los treinta. El país parecía que iba mejorando poco a poco y creímos, pobres ilusos, que el futuro que nos habían prometido iba a llegar. Un poco más tarde, sí, pero llegaría.

Y la rueda comenzó a girar de nuevo. Comenzamos a casarnos, a tener hijos y a hipotecarnos de por vida con un dinero que, por supuesto, no teníamos. Las cosas parecía que marchaban como deberían…

Pero ahora, todas las señales económicas y políticas del panorama nacional e internacional parecen indicar que una gran crisis, otra en nuestro caso, está por llegar. Se acercan nuevamente tiempos convulsos. Y claro, teniendo en cuenta la precariedad de nuestra situación, con hijos pequeños, empleos mal remunerados y cruentas hipotecas de por vida, la pregunta que me hago es: ¿podremos sobrevivir esta vez a la catástrofe? Ya no vivimos en casa de nuestros padres y el dinero que ganamos lo necesitamos para pagar deudas y facturas. Si asola España una gran crisis como la de 2008, ¿qué haremos entonces?

Si conseguimos salir adelante pasarán muchos años hasta que podamos recuperarnos. Y para entonces rondaremos ya los cincuenta años; una edad muy peligrosa si tenemos en cuenta que, con esos años, en la empresa privada tu cabeza comienza a oler a pólvora de forma peligrosa e inminente.

Y entonces, caeremos en la cuenta de que nos quedan otros cincuenta años por vivir y de que, en realidad, no hemos logrado ni uno solo de los objetivos que nos habíamos propuesto. Metas que nos dijeron que «si queríamos, podíamos» conseguirlas pero que, a fuerza de realidad, nunca han llegado y, ahora lo sabemos, nunca llegarán.

Por eso me acuerdo de Hemingway. Su generación estaba igual de perdida que la nuestra por motivos totalmente diferentes, pero, en realidad, muy parecidos. La palabra frustración debería ser la palabra que nos defina. Somos una generación que nació creyéndose ganadora y que morirá siendo perdedora. Y lo peor de todo es que comenzamos a despertar de nuestro sueño irreal y ya somos conscientes de ello. Tempus fugit.

  • Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista